Ni una vez al día

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

Alex Carausan

«Apenas recuerdo como era el mundo antes de mi tercera vida». Así comienza la columna semanal de Pedrouzo.

15 feb 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Apenas recuerdo como era el mundo antes de mi tercera vida. Al principio pensé que era un simple eructo aquella sensación que tenía en el pecho, pero, desdichado yo, solo se trataba de la primera vida abarrotada de todas las cosas simples del principio. El principio, que a veces actúa como un muro congelado.

Para cuando llegó la segunda el vello púbico ocupaba todos mis picores y ya ni siquiera soy capaz de recordar las caras ni los nombres de todos los figurantes de alrededor. Así me perdí dos vidas: una por mi condición de simple, otra por rascarme la entrepierna. En la tercera, que duró más o menos lo que dura un verano en el eje atlántico, me obsesioné con todas las cosas que suceden solo a una vez.

Una vez al día.

Uno solo se frota la cara frente al espejo una vez, y solo una vez duda de si volver a hacer la cama o dejarla así, revuelta, porque al final la pobre se pasa más tiempo en desorden. Saludas solo una vez a los transeúntes que te encuentras cada día de camino al trabajo, te inventas sus nombres, sus vidas, pero niegas, sin embargo, la posibilidad de volver a hacerlo en el trayecto de vuelta.

Las caras de pronto despistadas. Cambiar de acera. Mirar al suelo.

En mi tercera vida, Rafa, un tipo de aspecto rudo y que se depilaba las cejas con una pericia extraordinaria, y yo, decidimos compartir todas las cosas que suceden una vez al día.

Las agotamos en pocas horas, las justas hasta llegar a ese momento en que la ciudad parece adormilada, los coches ya no tienen prisa y los escaparates pierden a todos los curiosos observadores que fantasean con una vida que creen mejor.

Solíamos sentarnos en el balcón de su casa cuando la tarde se volvía tediosa. Su balcón, donde uno podía dejar las piernas colgando entre los barrotes, allí, en la segunda planta.

Él me hablaba de la gran M mientras señalaba con el dedo las luces amarillas del hotel San Martín que se alzaba por encima de todo cuanto había a su alrededor. Su nombre, que presidía la ciudad en letras gigantes.

Nos colamos sin mucho esfuerzo. Mi cara inofensiva y su sólida manera de hablar fueron suficientes para que nadie sospechase. Una reunión de arquitectos despistados a los que la corbata ya le había aflojado el día, nos brindó acceso a la azotea intermedia donde la gran M amenazaba con rendirse a cada soplo de aire.

Nos sentamos bajo la letra que Rafa había escogido empecinado.

¿Cuál es tu profesión favorita?- preguntó casi en silencio.

Tener hambre. Tener sueño- respondí con mi habitual condición de absurdidad.

Ni siquiera sonrió como solía hacer ante mis disparates.

Cuando las luces del estudio se apagaron, seguíamos sin haber sido descubiertos. Prometimos volver a aquella azotea, al menos una vez al día, a la gran M. Pero nunca lo hicimos.

Rafa dejó de responder a mis llamadas.

Mi tercera vida se convirtió de pronto en un montón de fotos que ni siquiera veo una vez al día. Ni siquiera una vez al año.