«Gocé de un tamaño genital considerable hasta los doce años». La columna de Isaac Pedrouzo.
26 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.Gocé de un tamaño genital considerable hasta los doce años. Una época memorable en que algunas dimensiones apenas tienen importancia.
La vida cambia a los doce.
Algunas partes del cuerpo empezaron a crecerme a una velocidad incomprensible con respecto a otras. Mientras mi -hasta esa edad- bazooka ya se había convertido tan solo en pistola, la nariz y las orejas se iban haciendo más grandes de lo normal y el cuello se me estiraba hacia arriba sin remedio.
Una mañana de mayo me miré en el espejo y descubrí que, en realidad, yo era feo.
No sé qué irracional motivo carente de sentido quiso que ella se fijase en mí.
A nadie le gustan los feos, ni a los propios feos nos gustan los feos.
Quizás fue lo inofensivo de mi caminar torpe sin pisada firme, o esa tonta manía de tocarme el pelo porque en realidad lo odio. Odiar mi propio pelo fue muy difícil de aceptar: siempre iba a estar ahí, siempre iba a ser así.
Pero ella me escogió con su propio criterio de selección. Yo nunca pregunté por miedo a perderla, porque yo era feo, y el temor de tenerla se me mezclaba con la inseguridad temblorosa que menea sin remedio las rodillas.
Ella vivía detrás de la estación de tren de San Francisco.
Era una calle que, en realidad, no servía para nada.
Uno solo pasaba por allí para ir a la Residencia o a Barrocanes, barrio residencial repleto de bloques idénticos color teja. Los más osados buscaban una plaza de aparcamiento para evitar pagar la zona azul.
Nunca me dejaba recogerla en casa. Ella salía a mi encuentro en un pequeño túnel oscuro que parecía medir mil metros de largo los días de invierno. Yo siempre estaba allí sentado, bajo la vía del tren, con la sensación atosigante de esperar a que llegue algo consciente de poder ir a buscarlo.
Pero siempre estaba allí, esperando.
Acepté refugiarme bajo la humedad todas las tardes de lluvia por los besos. Porque los feos no somos tontos, y sí conocedores de nuestra condición de novios confidenciales, de pasatiempo trivial de periódico que sirve para llenar todos esos pequeños ratos insoportables de silencio. Con sus borrones. Con el resultado a medio hacer.
Todos los transeúntes -la mayoría exyonquis y señores jubilados sin nada más que hacer- que cruzaban el túnel nos miraban algunas veces escandalizados. Otras complacientes. Mientras ella, ante la posibilidad de ser reconocida, se acurrucaba bajo mi brazo izquierdo.
A veces con la cara vacía.
Y vivimos allí durante meses.
Me acostumbré a renunciar a todo por ser feo. Porque un feo vive con la ignorancia indescifrable de como funciona la felicidad. El sexo a veces también. Un feo es feo, y es algo que ni siquiera necesita una solución.
Ella dejó de llamarme.
Pensé que quizás yo no había cumplido con las expectativas que un feo ha de satisfacer, y volví una tarde cualquiera al túnel que pasa por debajo de la vía del tren de San Francisco.
Al fondo de aquellos mil metros se besaba con otro, más feo incluso que yo.