Gocé de un tamaño genital considerable hasta los doce años. Una época memorable en que algunas dimensiones apenas tienen importancia.
La vida cambia a los doce.
Algunas partes del cuerpo empezaron a crecerme a una velocidad incomprensible con respecto a otras. Mientras mi -hasta esa edad- bazooka ya se había convertido tan solo en pistola, la nariz y las orejas se iban haciendo más grandes de lo normal y el cuello se me estiraba hacia arriba sin remedio.
Una mañana de mayo me miré en el espejo y descubrí que, en realidad, yo era feo.
No sé qué irracional motivo carente de sentido quiso que ella se fijase en mí.