Nati Fleta: «La danza no tiene limitaciones»

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Santi M. Amil

Ourensana de adopción, lleva 35 años dedicándose en cuerpo y alma al baile. Su rincón predilecto de la ciudad es el parque de San Lázaro, por la energía de sus árboles

17 feb 2019 . Actualizado a las 10:00 h.

Ella cree que las cosas buenas se le han ido apareciendo de casualidad, cuando era el momento, y que ha tenido mucha suerte. Sin embargo, se debe más a los ojos con los que mira la vida. No deja nunca de disfrutar porque, si no, ¿para qué estamos en el mundo? Es capaz hasta de encontrarle el lado positivo a la Sección Femenina de la Falange: «Si no fuera por esas mujeres se hubieran perdido los bailes y trajes regionales». Es una de esas personas que incluso disfrutan más cuando consigue que a los que tiene alrededor se les congele una sonrisa permanente.

Natividad Fleta (Zaragoza, 1952) llegó a Ourense cuando cumplió 30 años. «Cuando llegué aquí en 1982 no conocía a nadie y fui a un lugar en el que daban clases de danza. Les pedí información sobre todas la opciones que tenía y me preguntaron que qué edad tenían mis hijas. Les tuve que explicar que eran para mí», recuerda riéndose.

Durante un año trabajó para Miriam -su única competencia durante algún tiempo- y en el 84 abrió Coppelia, aunque se ubicaba en la calle que por aquel entonces estaba bautizada como General Franco. «La escuela estaba enfrente del edificio Simeón y era el lugar perfecto para empezar, porque por aquel entonces bailar no se entendía como hoy en día y no necesitaba un local muy grande», explica.

Hasta que la demanda de alumnos fue creciendo y en los noventa empezó a buscar otras opciones. «Siempre pasaba por delante del edificio en el que estamos ahora, que era donde estaba Fenosa antiguamente, y me quedaba mirándolo. Hasta que un día le pedí a la dueña que me enseñara el local y aunque me costó un poco que me lo alquilase, supe desde el principio que era el idóneo», profundiza Nati -como la llama cariñosamente todo el mundo-.

La danza es su verdadera biografía. Aquí y allá asoman las zapatillas y la música que han estado ligadas a algunos hechos o algunos sentimientos, decisivos o triviales, de su vida. «Yo empecé muy tarde porque cuando era muy niña vivía en un pueblo y el baile era inexistente. Luego me fui a Zaragoza a estudiar la carrera de Magisterio y cuando ya estaba casada nos fuimos a Talavera a vivir. Allí descubrí que unos vecinos míos tenían una escuela. Me apunté y me encantó», resume sobre cuándo y cómo se tropezó con la pasión que escondía la danza. A partir de ahí llegaron el resto de cursos con los que se formó: en Barcelona, en Madrid, en Lisboa, un posgrado en A Coruña... «Pero estoy convencida de que la edad no es un impedimento para nada. ¡A Nacho Duato no lo querían en España porque le decían que con 18 años ya era muy mayor para empezar! ¿Cómo se le puede poner límites a una persona?», profundiza. «Si fuera la directora del Ballet Bolshoi no me quedaría más remedio que seleccionar a mis bailarines pero lo pasaría mal porque no creo que estemos en la época de las limitaciones. La danza no tiene limitaciones», insiste con convicción.

Hace tiempo que cultiva sus personales métodos de huida y ha disminuido las clases que imparte en Coppelia para que las nuevas generaciones -su hija y una exalumna- le vayan tomando el relevo. El año pasado se inscribió como voluntaria en Cruz Roja para dar clases de español a los refugiados los martes y los jueves. «¡Me encanta!».

Y después de tantos años, los sueños siguen formando parte de su vida. Puede que sean incluso la más activa. Ahora anda inmersa en un nuevo proyecto que le propuso el padre de una alumna para trabajar con personas con características especiales -tanto por discapacidades derivadas de accidentes de tráfico como por enfermedad de nacimiento o por los efectos secundarios de las drogas-. «Aunque tenga que hacer 50 minutos de coche para ir hasta el centro, que está cerca de Monforte, me apetece mucho, la verdad. Ojalá salga adelante», cuenta ilusionada.

No hace falta preguntárselo. Si volviera a nacer, volvería a tejer su realidad del mismo modo. «Te pasas la mayor parte de tu vida en el trabajo. Si es algo que no te gusta, acaba siendo una tortura. ¡Qué más da ser médico, ingeniero, fontanero o profesor de baile! Tienes que sentirte realizado y bien», proclama.

«Ahora tengo tres generaciones en la escuela: abuelas, madres e hijas»

«Ahora hasta tengo tres generaciones que coinciden en la escuela de la misma familia: abuelas, madres e hijas. Y me encanta», confiesa llenando de más cosas buenas la balanza.

Quizás -y aunque ella no lo diga porque le es intrínseco- el truco para haber despertado tanto amor por la danza reside en trabajar la disciplina sin dejar de lado el respeto y la sonrisa. Algo difícil de encontrar en un mundo en el que prima tanto la competitividad por llegar a lo más alto. «Yo solo pretendo que las niñas descubran que tienen en su vida algo bonito a lo que recurrir y con lo que pueden expresarse», responde sobre qué objetivos tiene para sus alumnos.

«Les doy clases de danza, pero también me importa su educación y su comportamiento. Con los más pequeños empiezo las clases en corro y con todas sentadas en el suelo. Intento que cojan confianza y además me río mucho con las ocurrencias que tienen. Me arrepiento de no haber apuntado desde hace años las cosas que dicen. Son auténticos», finaliza argumentando por qué no ha cedido el relevo por completo todavía.