Cruzar la frontera

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

MIGUEL VILLAR

17 feb 2018 . Actualizado a las 12:04 h.

Confundir frontera y límite es sencillo si uno se deja llevar.

Después de la línea que marca la frontera solo hay otro sitio distinto, y tras el linde del límite uno solo se cae o, peor aún, no tiene a donde cruzar. A veces no hay a donde ir. Yo pasé al otro lado de la frontera -esa con la que el río Miño divide Ourense- por amor, claro. Uno no se va más allá de algo sin la esperanza de encontrar, sin importar la búsqueda ni el fin, pones el pie en el otro lado y a ver qué pasa, como Indiana Jones. Cogía el autobús, el número 3, cada tarde a pesar de que el barrio del Puente no está tan lejos por mucho río que haya en el medio. Tan solo tardaba unos siete minutos en llegar y la parada anterior a la penúltima me dejaba a unos metros del portal de Raquel, pero yo seguía yendo en transporte publico evitando así el miedo que producían todas las historias y leyendas urbanas sobre la guerra de barrios, las peleas de institutos, lo que podían hacerme si me pillaban cruzando desde el otro lado.

Caminar no era una opción. Siempre, en cada viaje, me quedaba observando pasmado como una furgoneta estampada por imágenes, escudos, símbolos y colores del Real Madrid era custodiada desde el bar de enfrente al estacionamiento por su conductor que lucía siempre impoluta la equipación deportiva del club de fútbol. Todos los jueves la abuela de Raquel, mi novia de aquella época, gastaba la tarde de un modo fúnebre y siniestro sentada de riguroso luto en el banco debajo de su casa. El banco igual de negro y tétrico con el que su atuendo se mimetizaba en la misma estampa grisácea y cabizbaja. Siempre a la misma hora. Siempre con el mismo silencio. Alguien me dijo que la vida antigua era así. Al principio Ramón -así llamaré al madridista del que no recuerdo su verdadero nombre- solo pasaba a saludar con su mejor chándal del equipo blanco, buenas tardes y un par de palabras amables. Una tarde probó a sentarse al lado de la abuela, a hablar al aire esperando respuesta de la señora, empatía al menos. Buscando el último amor porque, aunque no lo había dicho, a una edad avanzada como la de ellos, ya solo queda un amor por gastar.

Probó a cantarle canciones guitarra en mano, al principio triviales, al final directas, pero la desdicha y la pena que pesan tanto en el proceso de superar el duelo se volvieron irreversibles ante cualquier intento.

La abuela de mi novia, educada en el catolicismo más clásico y extremo, no tenía ningún interés en dejar de ser la viuda perfecta que nunca engañaría a su marido, por muy profundo que este estuviese enterrado, y en un acto cruel y práctico a partes iguales se puso un colgante con el escudo del F.C. Barcelona. Sin disimulo. Hiriente. Pude escuchar como a Ramón se le torcía la columna vertebral. Fin.

Aquella chica del puente me dejó, al fin y al cabo yo era del otro lado. A Ramón volví a verlo con su furgoneta, feliz, celebrando algún título. Espero que también su último amor.