Apalpador y apalpado

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

Santi M. Amil

08 ene 2018 . Actualizado a las 18:26 h.

Durante un tiempo que yo no recuerdo, un señor bajito y enjuto de bigote apenas respetable tomaba las decisiones por nosotros. Sé que mandaba porque incluso después de marcharse varios años atrás su foto seguía colgada encima de la pizarra de mi colegio persiguiéndonos por todo el aula, minando expectativas sin éxito, sentenciado y mudo. Pero seguía allí colgado.

Puede ser, lo sé, que todo en la vida necesite una imagen que haga cada movimiento reconocible quizás por una simple cuestión de diferenciar las cosas, de no chocar y enredar una pierna con la otra si nos confundimos al andar.

La Navidad tiene a Papá Noel, Acción de Gracias no lo sería sin el pavo, incluso alguien jugó al disparate de convertir al Pato Donald en su figura navideña allá por los países del este.

Aquí, cansados de mirar siempre hacia el mismo lado y ver las mismas caras, alguien decidió que recuperar una antigua figura que le quitase protagonismo y peso -en sentido metafórico- a Santa Claus, refrescaría un sentimiento navideño que los inagotables anuncios de juguetes fueron consumiendo con el tiempo. El Apalpador.

Sonreí cuando me lo contaron. A los 16 años uno se consideraba apalpador cuando la mano ya se arriesgaba a corretear por debajo del jersey ajeno o dentro del bolsillo trasero del pantalón vaquero marca Lois. Nunca lo conseguí. En realidad toda mi vida fui el apalpado. Pasividad contemplativa.

Le expliqué a mi prima pequeña que El Apalpador era un señor pelirrojo con barba muy larga, de profesión carbonero y que venía de Trives (aunque como toda buena leyenda cada uno se la adjudica a su tierra) en Nochebuena y Nochevieja a tocarle la barriga a los niños para comprobar que habían cenado bien. De ser así, les dejaba un montón de castañas como premio, porque aquel personaje sabía muy bien que la castaña es lo que todo niño desea encontrar al despertar.

La pequeña arrancó de golpe en una carrera brusca cuando adivinó la verdad en mis ojos dando vueltas por toda la casa en busca de la calma y el refugio que da el abrazo materno. La sola idea de que un desconocido entrase en casa por la noche para tocarle la barriga mientras dormía no le pareció para nada una tradición entrañable, ni siquiera divertida en la medida justa para poder dormir tranquila. No fue capaz de conciliar el sueño durante la última Nochebuena asustada por cada ruido, por cada crujir de los muebles que se acomodan solos durante la noche en las casas.

La convencimos de que no vendría este 31 de diciembre, que los otros tenían razón y el barbudo en realidad era de Lugo y ya nunca volvería a Ourense.

Perdió al mismo tiempo toda creencia en Papá Noel casi más rápido que el día en que mi yo infantil descubrió que Baltasar era en realidad Nano, aquel tipo que paseaba por el Couto y que siempre olía a cuba libre.

Ahora, en casa, ya nunca pasa nada. Vivimos la fiesta ingenuos, mojando el langostino en la mayonesa de la abuela.