Los girasoles ciegos

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

MIGUEL VILLAR

30 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Aspirar a ser famoso es uno de esos deseos universales perennes y, en la mayoría de los casos, sin coherencia alguna. El mundo está lleno de canciones número uno que no dicen nada, de películas oscarizadas donde nunca pasa nada. Obviar el fondo, quedarse con la forma. Pero cuando una oportunidad -enclenque o firme da lo mismo- pasa cerca de ti, la idea seductora del «¿Y por qué no yo?» ya no parece un disparate.

Recuerdo nítido aquel anuncio del periódico donde un canto de sirena inevitable hablaba del rodaje de una película en Ourense, alentando a toda la ciudad a formar parte del reparto como extra. Sin edad, sexo ni currículo empleados como rasero o traición a la ilusión infantil que paseaba por cada barrio.

Aquella mañana de lunes -a falta de tres días para el casting- todos en la calle me parecían más altos, más guapos, su manera de vestir rozaba lo distinguido y todos los comportamientos habían escondido cada rastro pueril debajo de la alfombra del salón antes de salir de casa.

Solo faltaba una canción de cabaré que sonase a lo lejos y convirtiese la escena en un gran musical de Hollywood soporífero donde el amor siempre gana. (Carcajada).

Me presenté a la prueba que, aún sabiendo perdida de antemano, era la única manera de conocer al director, José Luis Cuerda. Y aunque esa era mi versión oficial ante los ojos de los demás, mentiría si no dijera que lo hice por la sola idea de poder ver de cerca a Maribel Verdú, protagonista del film, concederle ese último capricho a mis viejas hormonas de adolescente y, quien sabe, incluso poder besarla inocente.

La cola de espera que salía de la puerta del instituto Otero Pedrayo era incluso mayor que la de ese restaurante del que te hablé el otro día. Avancé por las horas paciente, rodeado de personas vestidas como en la posguerra, con peinados de catálogo, relojes de bolsillo y bigotes extravagantes que tardarían años en ponerse de moda. Y yo allí, con mis vaqueros baratos, con mi camisa de cuadros atemporal, con mis gafas de los 90 que me daba pena jubilar, con la sensación de que aquel no era mi sitio escuchando juicios de valor amenazantes entre cuchicheos.

Abrí la puerta de la sala y sentí como alguien me cosía las tripas.

Dije mi nombre, sonreí. Alguien murmuró que la poca calidad de mis dientes era ideal para la época, me pidieron que enseñase los nudillos y estirase los dedos para comprobar mis uñas, que al parecer rozan la perfección. «A ver esas palmas» me dijo el director de la prueba. Ingenuo comencé a aplaudir a ritmo de flamenco, sentí como la puerta a mi espalda se abría brusca y volvía a su sitio lenta antes del portazo. Era Maribel. Y yo ridículo dando palmas. Noté cómo me descosían las tripas, quizás el mismo que justo antes las cosió, y me mandaron a casa con un «gracias» cortés que entendí hostil.

No salí en Los girasoles ciegos, pero palmeé sin compás ante Maribel Verdú en mi viejo instituto.