Ourense, Las Vegas

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

13 ago 2017 . Actualizado a las 18:18 h.

Algunas veces, más de las que quisiera, me gustaría echarle la culpa de todo a quien quiera que fuese que nos convenció de llamar a nuestra tierra Galifornia. Quizás fue el mismo que tras ver en la vieja matrícula de los coches en Ourense las letras OR, decidió que sería gracioso renombrarlo como Oregón. Pero no amigos, esto no es Oregón. Esto es mucho mejor. Quizás funcionaba a modo de tendencia moderna eso de americanizarse, y de repente, durante los noventa, la mayoría de los bares se llamaban Hilton, New York o Manhattan. En aquella época uno se dejaba seducir por la cultura yankee, y pudo ser eso lo que nos llevó a decidirnos por el restaurante Las Vegas para jugar al amor entre botellas de vino en la cena de fin de curso. No necesitábamos a Google. El nombre era suficiente. Un menú sencillo: ibéricos, langostinos y cordero; Vino, café y postre. Todo por mil pesetas.

En un intento demasiado optimista nos reunimos antes de la cena con la esperanza de que la cerveza acabase con el miedo ingenuo, tierno e inevitable que flotaba entre sexos, aunque ahora, desde el amparo del paso del tiempo, puedo reconocer que los atemorizados éramos nosotros. No ellas. Todos dejaron el temor en el fondo de los vasos de caña, incluso hubo quien dejó la dignidad, y dispusimos que la mejor idea para que todo saliese espontáneo era sortear cada silla al azar, dejando así que el destino, siempre presumiendo de tener todos los posibles finales ya escritos, resolviese con su modo aleatorio de mentira aquel final. Sobre la interminable mesa nos esperaban los ibéricos, que en realidad no eran más que algunas lonchas de mortadela con aceitunas adornadas a base de deshechos de jamón serrano, y justo a su lado dos langostinos por cabeza.

Llené mi copa de vino con porsiacasos un número incontable de veces, tantas que respondí con decenas de ignorantes «perdona» a todas las patadas pretenciosas que ella me daba por debajo de la mesa, desconocedor de que el desenlace sería otro de habérselas devuelto. Al menos solo la segunda. Las Vegas se convirtió entonces en un sótano lleno de luces de colores. Una roja te enseñaba la posibilidad del beso, una verde señalaba cada botella de vino que llegaba a la mesa, y de repente otra luz, casi azul me enfocaba a mí, espectador ebrio, incapaz, inmóvil, pensando que la vida no debía de tener mucha prisa por acabar. Casi nadie se comió el cordero, unos por desconfianza, otras porque no querían que el morreo terminase nunca, y el resto de comensales solo giraban la cabeza en busca de la luz verde y la roja.

Pedimos la cuenta con los números hechos de antemano, con la cantidad de dinero justa sobre el precio acordado, pero cuando a trompicones llegué a la barra el dueño farfulló que habíamos bebido el triple de vino de lo normal, que el precio había subido. Le di mis otras mil pesetas, las de las copas de después, y nos fuimos.

Galifornia ni siquiera como hashtag.