Angrois: «O que pasou, xa pasou»

Jorge Casanova
JORGE CASANOVA SANTIAGO / LA VOZ

OURENSE CIUDAD

VÍTOR MEJUTO

Sar, parroquia a la que pertenece Angrois, celebra sus fiestas tres semanas después de la tragedia

16 ago 2013 . Actualizado a las 13:56 h.

«La verdad, aquí no estamos para mucha fiesta», dice Pilar, la dueña del bar de Angrois. Las calles del pueblo lucen desde hace unos días engalanadas con banderitas gallegas, como las de toda la amplia parroquia de Sar, a la que pertenece Angrois y donde ahora atruenan bombas cada diez minutos. Sin embargo, como dice Pilar, la fiesta no se ve. Por contra, acaba de despedir a una peregrina de Ourense que perdió a su único hermano en la tragedia del Alvia. La mujer se puso a hacer el Camino para evadirse del disgusto y se encontró con que la ruta pasaba justo por el lugar del accidente. Allí sigue, además, el rosario de turistas visitando el escenario de la tragedia. Es cerca de mediodía y un niño pequeño llora porque no quiere que le hagan una foto frente a las vías, pero el padre no se vence ante el llanto y dispara. «No nos dejan olvidar», comenta Carmen, una vecina que comparte las pocas ganas de fiesta de Pilar.

Dos kilómetros más arriba, en plena colegiata de Sar, comienza un desfile de vecinos vestidos de 15 de agosto, como tiene que ser. Por alguna parte baja la procesión del Rosario y el personal va tomando posiciones. Hay varias comuniones preparadas, de las de vestido blanco o traje de marinero, libro y rosario, por lo que resulta difícil determinar si tanta gente vestida de boda responde a la fiesta parroquial o a las primeras comuniones. Cuando la procesión entra en la iglesia, el templo está abarrotado y la carpa donde tendrá lugar la sesión vermú comienza a animarse.

Cara de fiesta

«A xente de Angrois ven pouco porque non hai donde aparcar», opina Evaristo, uno de los héroes. El que, entre otros, sacó al maquinista, está acalorado tras acompañar a la procesión. Ahora, acodado a la barra del bar de la comisión de fiestas, se refresca con una cerveza: «O que pasou, xa pasou. ¿Por que non imos facer festa?». No es el único vecino de Angrois que se deja ver por la colegiata. Algunos de los que cobraron notoriedad tras aquella noche negra se han acercado por allí. Saludan, alegres, con cara de fiesta, aunque por dentro lleven lo suyo.

También se deja ver José Ramón, el mocetón de 15 años que aquella tarde se puso en primera línea a ayudar y a ver lo que nunca pensó que podría existir. Con su polo blanco y su sonrisa larga alterna con sus colegas y algunas chicas que están en otro corro. Nadie le va a amargar su día de fiesta. Los malos recuerdos tendrán que esperar.

Una charanga se arranca por pasodobles como aperitivo a la orquesta. A esas horas, las dos de la tarde, todo quisqui se refugia bajo la carpa del sol que cae a plomo. Pocos bailan, pero todos parecen pasarlo bien. No hay mucha diferencia con los cientos de fiestas que ayer tenían a media Galicia bailando. Así que da reparo preguntar a la gente por lo que pasó: «Las heridas se curan, pero no hay que olvidar que siempre queda la cicatriz», dice Anxo, un joven miembro de la directiva vecinal de Angrois.

Los que no están allí, bajo la carpa, preparan la comida en casa donde, naturalmente, también hay fiesta. ¿En cuántas? Seguro que no en todas. «Hay que ir caminando hacia delante», reflexiona Anxo: «Cada día mueren personas en todas partes y el mundo no se para», me dice al oído, porque la orquesta ya ha empezado a tocar, aunque luego admite que está pensando en desaparecer algunos días de allí, como única forma de recuperar la normalidad.

A golpe de cumbia, la gente habla, bebe y baila como en todas partes. En los fogones se guisa carne de cabra, el plato típico de la parroquia, exaltado en cada hogar el día de la fiesta. Hoy no toca lamentarse ni volver la vista atrás. La fiesta, para quien pueda con ella, contribuye a la normalización. Y la normalidad, para muchos vecinos de Angrois, es el objetivo número uno.

En Angrois sigue el rosario de turistas visitando el lugar del accidente

«Las heridas curan, pero siempre queda la cicatriz», dice

un vecino