El chófer del autocar miró cansino mientras devolvía la calderilla y sonaba la campanilla de su registradora.
Me senté a disfrutar del paisaje en el que se sucedían parcelas de matorral silvestre soñando algún bum inmobiliario. Pequeñas viviendas unifamiliares que en su día habían sido casitas de extrarradio para transmigrar a costosos chalés de veraneo por la única merced del crecimiento urbano.
A medida que el autobús avanzaba, el panorama se teñía del verde rural y de eucaliptos, adorados a sus pies por zarzas que se arrodillaban acompañadas de helechos que elevaban sus plegarias al cielo. Algún sauce rodeado de maleza intrusa se esforzaba por hundir sus ramas en la tierra.
De súbito, un cartel esperanzador anunciaba el límite de Bastiagueiro: un destino deseable después del largo viaje en tren desde Ourense hasta A Coruña.
Apenas medio kilómetro después, un panel reivindicaba la belleza de las mansas aguas de Santa Cruz.
Descendí por la calle de la playa, otrora sacrificada vía de pescadores que arreaban una yunta para salvar sus botes de la furia caprichosa del Atlántico.
El día se mostraba glorioso. Apenas la vigilia anterior del San Juan había revolucionado la ciudad brigantina iluminando la noche más corta con hogueras que desafiaban al cielo, en una Babel imposible de turistas que rememoraban, por vez primera, en el fondo de su alma más atávica los tiempos en que fueron adoradores del fuego.
Alcancé la barandilla del viejo muelle para ver el mar como una balsa donde en octubre azotaban géiseres violentos levantando chorros por encima de los tres metros de espuma.
Me senté en la arena viendo como telón de fondo el castillo que antaño había que ganar a remo, a nado o en la bajamar, para gozar al frente del impresionante lienzo que se muestra al espectador de una de las más hermosas estampas de la ensenada del Orzán.
Y así, homenajeado, mientras el cuerpo descansaba recostado en la playa, la imaginación se hizo dueña para viajar por el aire desde la aguja de control marítimo a la vieja torre de Hércules.