En A Illa no hace falta alcanzar la jubilación para tener batallas que contar. Quienes superan los 30 recuerdan una isla muy diferente, tranquila y familiar, pero aislada y sin oportunidades. El fin del aislamiento tiene fecha: 14 de septiembre de 1985, día en que se unió al continente
19 sep 2010 . Actualizado a las 14:20 h.Tres años antes. 2 de octubre de 1982. Augusto García, todavía un chiquillo, monta su moto con otros dos compañeros y pone rumbo a O Bao. Mientras, José Juan Otero sube a uno de los camiones que las fábricas de conserva han cedido para desplazar a cientos de isleños hasta ese mismo punto. Allí, en O Bao, los vecinos celebran la colocación de la primera piedra de una obra que ansían desde hace muchos años: el puente que los unirá al continente.
¿Sería verdad que sus penurias estaban a punto de acabar? Para comprobarlo, muchos carcamáns hicieron durante los 35 meses siguientes lo mismo que hacía la jovencísima Enma Santiago: «Ir moito ao Bao ver como ían avanzando as obras cara a nós». Hasta que, por fin, el 14 de septiembre de 1985 se cortaba la cinta que abría las puertas del futuro a esta isla que ellos llaman A Arousa.
Desde aquel día, los isleños se lanzaron con urgencia a su nueva vida. Manuel Dios, Martiñán, recuerda que pocos días después de la inauguración siete jóvenes, entre los que él se contaba, comenzaban sus clases de conducción en la autoescuela de Cambados. Llegaron los carnés y las calles se fueron cubriendo velozmente de coches, tan rápidamente que, como apunta Ricardo Dios, «a matrícula PO-W case quedou na Arousa».
Poco a poco se fueron acabando los juegos en la calle, las puertas abiertas, hay incluso quienes opinan que la solidaridad. Los jóvenes comenzaron a buscar fuera a sus parejas y, al tiempo que los isleños cruzaban hacia el exterior -lo definen, todavía hoy, como ir «a fóra»-, una auténtica avalancha de visitantes se adentraba en este territorio hasta entonces casi virgen para enamorarse de la belleza de sus playas y de sus paisajes.
Pero nunca llueve a gusto de todos y ni siquiera el puente de A Illa alegró a todo el mundo. Eran pocos, pero aquel 14 de septiembre hubo gente que no salió a celebrarlo. Uno de ellos fue Gonzalo González, encargado hasta ese día de patronear la motora que unía por mar A Illa y Vilanova, a quien la apertura del vial dejó en el paro. Pese a ello, no le guarda rencor. «Acabábase o choio co que lles daba de comer aos fillos, pero teño que recoñecer que a ponte foi o mellor que se puido facer».
Cuando hablan de las ventajas del nuevo acceso, los isleños citan en primer lugar la rapidez de los traslados sanitarios. Gonzalo González ha perdido la cuenta de las veces que lo fueron a buscar de noche para cruzar a una parturienta, a un doliente, para traer a un médico o para ir a la farmacia a buscar una medicación. Lo peor, dice, es cuando había temporales, o niebla, y había que cruzar igual el estrecho de mar que separa el muelle de O Cantiño de Vilanova: «Agora hai aparatos, pero antes había que ir a pan de millo». Esta semana, en los actos de conmemoración que se organizaron en A Illa, el ex ministro Jesús Sancho Rof, uno de los impulsores de la infraestructura, recordaba que se convenció de la necesidad del puente cuando el diputado vilagarciano José Antonio Gago Lorenzo lo llevó a visitar A Illa a bordo de la motora un día de temporal.
La atención sanitaria y también la educación. En el momento en el que abrió la carretera-puente, los universitarios de origen isleño se contaban con los dedos de una mano. «Se querías estudar tiñas que ir interno, moitos ían a Ourense. Nós somos a primeira xeración que foi en autobús ao instituto», explica David Dios.
Hasta entonces, los vecinos de esta isla que doce años después, en una nueva lucha, se convertiría en municipio, apenas abandonaban sus siete kilómetros cuadrados. «Só saiamos para ir ao médico ou ao fútbol». Futboleros lo eran y mucho, por cierto: «Era a diversión que tiñamos, o fútbol e mais o cine; funcionaban tres cines na Arousa». Claro que había cosas que les llamaban incluso más que el balón. Augusto recuerda cuando jugaban en el campo de Bamio, en Vilagarcía, y abandonaban raudos el terreno de juego para asomarse maravillados a ver pasar el tren. El puente llegó para tragarse esa encantadora inocencia y ese fue el peaje que A Illa tuvo que pagar por agarrar el progreso. Pero, veinticinco años después, nadie lo duda. Ganó A Illa. Ganamos todos.