Los últimos guardianes de la jerga en el bastión del barallete

Pablo Varela Varela
pablo varela OURENSE / LA VOZ

NOGUEIRA DE RAMUÍN

Leopoldo Rodríguez, en el antiguo taller de su padre en Loña do Monte
Leopoldo Rodríguez, en el antiguo taller de su padre en Loña do Monte Santi M. Amil

En una pequeña aldea de Luintra, Leopoldo y Luis conservan la enseñanza legada por sus padres

29 ago 2020 . Actualizado a las 17:12 h.

En el exterior del muro del campo de fútbol de Nogueira de Ramuín, el grafiti de un afilador da colorido entre la pintura blanca. Para algún viajero podría pasar de largo, pero no para un habitante de la zona, porque parte de la identidad de la comarca reside precisamente en ese dibujo. La restante está su vocabulario. El barallete, la jerga de los afiladores y paragüeros ambulantes de la provincia, languidece con el paso de las generaciones. Pero en la aldea de Loña do Monte, escondida en lo profundo del municipio las casas de Leopoldo Rodríguez y Luis Iglesias aún dejan testimonio de ella.

El primero abre con orgullo las puertas de un antiguo taller. Allí trabajó durante toda la vida Manuel, su padre. En el suelo, aún hay serrín. En el aire, huele a humedad. Pero todo sigue extraordinariamente conservado. Fotografías del viejo artesano de ruedas de afilar se entremezclan con útiles para arreglar potas y a saber cuántas cosas más.

En la pared, junto a algunos de ellos, está la fiaña da xambouca. O la boina de Manolo, según se quiera decir o según quién esté cerca. El barallete era la vía de los vendedores ambulantes de la provincia para evitar ser comprendidos por los clientes o incluso los desconocidos. Palabras ininteligibles, de un círculo cerrado y a la vez abierto, porque los viajes de los afiladores también llevaron su lenguaje más allá del interior. «O meu pai controlaba o barallete, pero eu xa sei poucas palabras», cuenta Leopoldo junto a una rueda de afilar. Todavía no sabe a qué se debe, pero muchas de ellas se pintaban de color azul cobalto.

Ahora que ya casi no se ven por las calles y el característico silbido se muere en las ciudades, el precio también se ha elevado. «Hai algún documento aquí dos anos 20 onde se marcaba que o prezo era de 80 pesetas. E agora que son para adornar, non che sabería dicir», indica mientras se frota la yema de los dedos aludiendo al coste.

El oficio que vertebró la aldea

En Loña do Monte apenas se escuchan ruidos. Si acaso los ladridos de algún perro en la lejanía, pero la actividad del pueblo se reduce a una tienda que hace la función de taberna en la carretera principal.

Hasta allí suele caminar a diario Luis Iglesias, de 88 años e hijo de un afilador. Fernando hizo vida en Cuba como vendedor durante un tiempo, pero regresó a su zona de siempre después. «Eu non herdei o oficio. De cando en vez, collía un pouco a roda, pero nunca foi algo ó que me adicase moito tempo», dice Luis.

Recuerda que en Loña, en los buenos tiempos, había tres afiladores que partían en dirección a Portugal para pasar casi seis meses trabajando en los pueblos del norte. «Cruzaban a fronteira de noite e polo monte, para evitar á Guardia Civil. Vamos, que facían o que podían», dice con una sonrisa.

El barallete era una de sus tablas de salvación. «Porque para ter o control da situación ou evitar que a xente entendese o seu, falaban sen que ninguén se decatase de que», cuenta. En su jerga, altamira no era una cueva de Cantabria, sino una mesa. Mirar a los mireus, hacerlo a los ojos. Y abrir la garlea implicaba tener una boca muy grande. Esto último, justo lo que menos les ayudaba a desempeñar su trabajo cuando acudían a romerías o ferias. De ahí su hermetismo. De ahí, también, su interés.

La pérdida generacional

En el concello de Nogueira de Ramuín, el técnico cultural Santiago Bonay recogió estos últimos años los vocablos de la jerga para recopilarlos en un libro que se publicó en marzo del año pasado. Que no se pierda depende de cómo llegue a las nuevas generaciones.

Leopoldo recuerda que, en su época, grupos como Los Suaves o Luar Na Lubre se interesaron por la jerga o el propio sonido de las ruedas de afilar para agregarlos a sus composiciones. Pero el barallete, de abuelo a hijo, ha ido perdiendo fuerza. Parte de su resistencia estaba precisamente en el oficio, en que los encargos y el trabajo de los afiladores existían. Y Luis señala cómo retuvo lo que aprendió de su padre: «Para que se mantivese o barallete, a conversación tiña que ser de dous».