Seis familias ourensanas acogen niños de la zona afectada por Chernóbil

Fina Ulloa
fina Ulloa OURENSE / LA VOZ

MACEDA

Agostiño Iglesias

Ledicia Cativa busca separarlos de la contaminación para que mejoren su salud

30 jul 2018 . Actualizado a las 00:17 h.

Ismael Paz y Lorena Rodríguez tienen 27 años y están experimentando por primera vez lo que significa incorporar a un menor a su hogar y la responsabilidad que eso supone. Además, su pequeña habla ruso, idioma que desconocían por completo hasta hace unos meses, cuando Ismael decidió buscar una profesora nativa y aprender algunas nociones básicas para la llegada de Alena Mikhailova a su casa. «La verdad es que poco lo utilizo, porque ella aprende muy rápido español y nos entendemos perfectamente», reconoce este profesor que está encantado con la decisión que tomaron al inscribirse en el programa de acogida de niños procedentes de zonas afectadas por la catástrofe de Chernóbil, que promueve la asociación Ledicia Cativa. Este año el contingente que llegó a Galicia suma 60 menores y Alena es una de los seis que pasará el verano con familias ourensanas.

Para Ismael y Lorena todo empezó hace dos años. «Estábamos desayunando en una cafetería y vimos un reportaje, precisamente en La Voz, sobre el programa. Nos llamó mucho la atención todo lo que contaban sobre cómo les afecta el vivir en un entorno en el que aún queda radiactividad, y cómo el hecho de poder pasar aquí unos meses al año, alejados de esa contaminación, mejora su salud y ganan años de vida», relata Lorena. No les llevó mucho decidirse. «Nos anotamos ese año, pero ya estaban con el proceso cerrado y nos quedamos como familia de reserva. Al final no pudimos acoger», añaden.

Lejos de perder el entusiasmo del primer momento, se afianzaron en su objetivo y confirmaron su compromiso nada más abrirse el plazo para este verano. «Estamos encantados», resumen cuando se les pregunta cómo está resultando la experiencia. «Alena es una niña muy inteligente y se está adaptando de maravilla. Nuestro principal miedo era que no se adaptase bien; que lo pasase mal ella y, consecuentemente, nosotros también, por no ser capaces de entenderla. Es cierto que lloró la primera noche, después de llamar a sus padres. Se emocionó al escucharlos. Ahora ya no le pasa. Habla dos o tres veces a la semana por Skype y va por la casa con el portátil para que nos vean a nosotros y nosotros a ellos», cuentan.

Esta joven pareja asegura que en poco tiempo se ha establecido un fuerte vínculo entre los tres. «Tenemos algo de miedo a lo que sentiremos cuando se tenga que ir», reconoce Ismael que, al igual que Lorena, se muestra convencido de que seguirán recibiendo a Alena durante futuros veranos, y aunque en su hogar haya otros niños propios. «Ya sabíamos que es un compromiso a largo plazo, y tenemos claro que lo cumpliremos. Es una experiencia increíble y absolutamente recomendable», dicen.

Un millar de pequeños se han beneficiado de un proyecto que nació en Maceda

La explosión ocurrida en la central Vladímir Ilich Lenin en 1986 conmocionó al mundo. Era el accidente nuclear más grave hasta el momento. Pero nueve años después, cuando un grupo de familias de Maceda se empeñó en intentar traer a los niños acogidos en orfanatos rusos que vivían en el área afectada -que se extiende por las zonas fronterizas de Ucraniana, Rusia y Bielorrusia- nadie entendía muy bien el por qué. Ellos sí. Seguían todo lo que se publicaba al respecto, incluidos estudios médicos y científicos que señalaban que la salida del territorio contaminado de estos pequeños, aunque solo fuese por unos meses al año, ayudaba a descontaminar su cuerpo y a fortalecerles. Sin ayudas oficiales y con escasos conocimientos en burocracia internacional, lograron convencer a las autoridades españolas y rusas para que dejasen salir y entrar a los menores en estancias veraniegas. A día de hoy cerca de un millar de niños se han beneficiado del proyecto, que ya no se centra en orfanatos sino que trae a niños que viven con sus familias pero que no tienen recursos para poder salir de vacaciones y escapar, aunque solo sea por unos meses al año, del ambiente contaminado que todavía permanece en esa zona fronteriza.