Tengo muchas pruebas de que me estoy haciendo mayor. Y no me refiero al afortunado hecho biológico de seguir viva. Me refiero a ese otro «hacerse mayor» que supone que los niños te llamen señora y que te moleste profundamente (siendo esto último la confirmación de que te estás haciendo mayor). Cuando la Xunta puso a un grupo de influencers a hacer el Camino de Santiago para promocionarlo —este año salieron de Ourense— volví a sentir el peso de la edad mental... Porque aunque tenga que convivir con ellas y no quiera sonar a abuela, el postureo, la volatilidad y la frivolidad de las redes sociales (de algunas más que otras) me tiene absolutamente agotada. No me refiero a estos influencers en concreto —que no los conozco y seguro que son muy riquiños—, pero si hay gente que ya es imbécil de normal, pasados por el tamiz del hashtag alcanzan un nivel superlativo. Ojo, todavía no hay estudios científicos que lo demuestren, pero se comenta que incluso hay personas que eran normales aunque, al tener que vivir solo para Instagram, se echaron a perder. Pero me desvío. Volvamos al camino y al Camino. La idea de aprovechar la fama y la capacidad de prescripción de unos cuantos famosos para promocionar el Xacobeo está más que justificada en el mundo en el que vivimos. Es una buena estrategia desde el punto de vista del márketing y la publicidad. Aún así, me cuesta mucho creer que pueda captar el espíritu (y la espiritualidad) del Camino alguien que solo está preocupado de emular a gente conocida, hacerse un selfi o conseguir likes. Es probable que me equivoque y que la ruta tenga la capacidad de hacerles bajar de su móvil a la tierra. Y es que no se trata de ser Paulo Coelho, pero el trayecto a Santiago tiene efectos sorprendentes.
Cuando hice el Camino, lo de menos fue llegar a Santiago. No me importaba ni la Compostela. Como pasa con la vida, lo importante fue cada día. Cada madrugón, la mochila, cada cuesta, aquel pueblo, la señora que se paró contigo y te contó su vida, el compañero con el que arreglabas el mundo durante varios kilómetros y, sobre todo, el silencio. Sin fotos, sin notificaciones, sin «me gusta». Una bendición.