-Cuando llegué a Ruanda, a inicios de los años noventa, era uno de los países más estables del continente africano. La denominaban la «Suiza de África». Pero ya se iba notando en el ambiente una sensación extraña, una especie de runrún, y tiempos después fue cuando llegó el genocidio. Y a la vez, comenzábamos a tener problemas con gente que empezaba a dar positivo por virus como el sida.
-¿Y cómo ha conseguido que su cabeza no regrese permanentemente a episodios como aquellos?
-Porque, creo, tengo la virtud de que me suelo quedar con lo bueno. Me ayudó mucho mi marido, Salvatore, porque me pasé años sin poder hablar de lo que viví mientras estuve en Ruanda. De hecho, tarde muchísimo en ver la película Hotel Rwanda, pero al hacerlo creo que me liberé de bastantes cosas. Estando en el país asistí a situaciones como mujeres con ocho hijos, a las que se le moría su hermano de sida, y ellas se quedaban automáticamente a los niños del fallecido para cuidarlos, sin hacer preguntas. Ahí veías una parte humana que te da algo más de esperanza, una rabia positiva que te dice que, algún día, lo malo se tiene que acabar.