¡Oh, Dios! Morir tan joven...

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

Agostiño Iglesias

«Sobrellevé una hemorroide en el año 2000». Así comienza la columna de Isaac Pedrouzo.

25 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Sobrellevé una hemorroide en el año 2000. Nunca se lo dije a nadie, durante la infancia me convertí en un experto eludidor de todas las verdades que uno nunca quiere contar. Las que no queremos admitir. Sufrí así en silencio los ardores insoportables que la fuerza universal de apretar las nalgas no era capaz de aliviar.

Fui feliz, sin embargo, durante muchos de aquellos días, incluso la tarde que te conocí y destrozaste todas mis creencias en la manera altruista que yo tenía de ver el mundo. Te agradezco sin embargo que lo hicieses. El dolor es menor ahora. Los golpes también. Sobrellevé el picor elegante en todas las situaciones rutinarias que el nuevo milenio, empeñado en ser mejor que el anterior, utilizaba para poner a prueba mi resistencia, mi reacción ante todas las primeras veces.

Por suerte, las primeras veces nunca se acaban. No recuerdo el momento exacto en que ir al teatro con el escozor castigando mi parte de atrás me pareció una buena idea. Quizás fue que me miró -y me ganó- o que todavía no había agotado mi estúpido empeño por sentirme mejor que los demás, superior, y me dejé seducir por la tonta idea de considerar una ópera como una estrategia infalible para mejorar el intelecto. La necedad interminable que no supe ver.

Todas las cremas y potingues aplicadas horas antes, prometían un alivio temporal que tranquilizaba todas las posibilidades en que uno termina restregándose en el asiento durante la primera cita. Incrédulo de mí. Ya en el segundo palco entre olor a perfume en el aire engañoso, nos asignaron las dos sillas situadas detrás, esas a las que unos pocos centímetros de más convierten en trono y no en silla. La luz se deshizo y la Traviata -que para mi sorpresa resultó no ser una señora gorda- salió a escena.

Fue en mitad del primer acto, mientras todas las miradas se clavaban en Violetta, que noté el principio del ardor. Crucé las piernas lánguido sin consuelo ni gloria. Me levanté excusándome en una sed que no existía para comprobar si el camino hasta el bar del teatro me concedía una tregua imposible.

Mi derrota fue peor al comprobar que llevaba cerrado ya varios años a juzgar por la capa insultante de polvo sobre la cafetera. Regresé al trono transigente. En el tercer acto ni los ángeles que me miraban jocosos desde el techo me concedían aliento, y casi podía escuchar sus risas entre los voceríos italianos de tenores y sopranos. Pobre fanfarrón amilanado. Rendido ya a un movimiento desesperado me dirigí al baño en silencio. Pulsé el botón demasiado duro del grifo y, con el pantalón por las rodillas, salpiqué con cuidado la zona afectada. El frescor inundó de pronto mi entrepierna y me quedé así, en cuclillas, con la verdad expuesta y vilipendiada. La puerta se abrió al mismo tiempo que en todo el Teatro Principal se escuchaba Prendi, quest’è l’immagine. Era ella, que me miró, y me perdió. Después de que pasasen varios segundos, al igual que Violetta, pensé: «¡Oh, Dios! Morir tan joven...»