El primer día de instituto

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

14 sep 2019 . Actualizado a las 11:55 h.

Al empezar octubre yo ya lucía media melena. El verano me había servido para llevarle la contraria a todas las cicatrices. Considerado alumno ejemplar de conducta poco cuestionable, buscaba una nueva versión de mí mismo. Encajar no se enseñaba en ninguna asignatura, ni siquiera en Sociales, nombre engañoso de E.G.B. sin temario sobre el funcionamiento del comportamiento humano. El único instituto que decidió concederme una plaza al terminar octavo se llamaba Universidad Laboral. Yo, incapaz de controlar del todo el onanismo y ya me mandaban a una universidad, una encima con nombre profesional. Yo, que había cambiado juguetes por cuchillas de afeitar hace tan poco que la pelusa todavía parecía suciedad. El enigma insondable del primer día. Me recogí el pelo en una coleta tan pequeña que era capaz de esconderse tras mi nuca sin ser descubierta y, refugiado dentro de una cazadora de cuero demasiado grande de mi hermano mayor, entré en el aparcamiento con la mochila colgando tan solo del hombro derecho. Ignorante y crédulo priorizando moda por bienestar. A cierta edad a uno hay que dejarle ser imbécil. En la entrada principal, custodiada por un pequeño muro que no resguardaba de nada, se amontonaban pequeños coches utilitarios, miradas crédulas, motos de colores chillones y un número incontable de legañas nerviosas que no sabían si seguir o volver a casa. Volver a cama. Subí las escaleras en forma de curva hasta la puerta del hall. Desapercibido e invisible investigué la planta baja. A la derecha la cafetería servía como refugio de los veteranos; tan solo me llevaban un par de años pero a mí me parecían auténticos señores mayores. Fumaban cigarrillos de olor raro entre risas bajo la mirada atenta y un poco envidiosa de un profesor de melena y pantalones anchos. A la izquierda estaba secretaría, justo delante del despacho del director, rincón exquisito de continuos devenires juveniles donde las puertas vivían cerradas y los brazos nunca te esperaban abiertos. Allí gasté parte de la vida, gasté alguna silla también. Las aulas se esparcían en una especie de laberinto indescifrable. Mi afán por encajar me delataba por los pasillos. Con el pelo suelto en otro intento vano de notoriedad, y después de haber entrado en varias puertas equivocadas, terminé saliendo desorientado por la parte trasera del centro. Justo al pie de una cuesta de tierra que llevaba a un polideportivo destartalado que alguna vez fue rojo. Seguí el camino arenoso en dirección contraria, rodeando el edificio, el cielo parecía estar más arriba cada vez que levantaba la mirada. Con las manos atrapadas en los bolsillos abandoné afligido los límites del instituto. Me refugié durante los siguientes meses en un bar justo enfrente, Sport. Allí, donde mentí sobre mi edad, sobre mi condición, sobre el tamaño real. Donde yo podía ser cualquier otro yo. Mi primer día de instituto fue en realidad en diciembre, cuando todas mis mentiras dejaron de ser las mejores mentiras.