No quise ser Enrique San Francisco

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

PILI PROL

27 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace tres meses que pasaron 15 años.

A medio camino entre la casa de mis padres y Hawai -un local donde la cerveza era más cara que el amor con desconocidas- trasnochaba con la única preocupación de no preocuparme.

Hace 15 años que los cubatas se vivían y los días se bebían. Siempre de domingo a jueves sin horarios mientras los demás gastaban el tiempo en dormir, esas noches que se usan para saciar algunos impulsos. Yo solo calmaba la sensación de ser un inútil estudiante retirado antes

de tiempo, el joven de todos los sótanos, como el de la puerta frente al restaurante mexicano, ese sitio donde la música siempre está demasiado baja. El protegido por culpa de esta cara de inocente que heredé de mi padre. Algo bueno tenía que dejarme el pobre.

Servía copas en algunos pubs nocturnos durante aquella época en que las normas no importaban mucho, todo olía a humo y la moda cuestionaba nuestra inteligencia entre pantalones de campana y camisetas demasiado cortas. Todo era un vai ven entre ofertas de dos por uno. Mis padres no conseguían despertarme para las comidas familiares de los sábados y la señora de Duarte -el comercio de bisutería de abajo- resignada, dejaba notas en el portal rogando muy educada que dejara de vomitar desde el balcón.

Las chicas de la franquicia de pizzerías de la esquina escondían la risa bajo el rojo de sus uniformes al verme devorar porciones secas mezclando refrescos y cigarrillos apurados entre bocado y bocado.

La vida me había enseñado a no perder el tiempo con las cosas importantes.

Ni con los domingos por la tarde.

Había gastado toda la pasión por el fútbol y la idea de que el cine fuese cosa de dos volteaba mi humor inofensivo, ese de las mañanas. Tampoco tardaron mucho en matar cada sala y cada teatro, otro atentado gratuito que no merecíamos.

Me sentía medio feliz gastando mi sueldo en el Hilton, un bar que habría las 24 horas todos los días. La televisión de fondo, olor a panceta y queso y una fauna abundante que observar.

Aquel sábado hace 15 años me senté en la barra después de salir del trabajo. Serían las 6 de la mañana, o las 5, qué más da.

Pedí un bocadillo y un ron con Coca Cola. Una risa áspera sonó por encima de todo el barullo: «Me gusta ese menú, ponme lo mismo y cóbrame a mí todo», dijo escondido tras las solapas del cuello del abrigo. Derrotado en la expresión, y quizás un poco en los tobillos también, Enrique San Francisco devoraba lento y torpe aquel desayuno manteniendo hábil el equilibrio sobre el taburete.

Mi falta de emoción y admiración por cualquier famoso que no sea Emilio Aragón convirtió la conversación tan solo en conversación, y tras el último bocado sincronizado del pan recalentado supe que no quería ser ese tipo cansado que parecía vivir con la sensación de estar un poco harto. No quise ser Enrique San Francisco.

Hace tres meses que pasaron 15 años desde que empecé la vida de cero.