La playa de la antena

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

Álvaro Vaquero

23 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El verano se ha vuelto demasiado perezoso. Ya no cumple horarios y llega tarde a las fechas de entrega, ni siquiera estrangula el paseo de las 12.30 horas, el que calma la disciplina de la rutina y alivia la rigidez de las piernas con el crujir de las rodillas al caminar. El consuelo pasajero que tranquiliza la tensión del trasero sobre la silla de oficina, la urgencia del apretón de media mañana.

El verano dejó de avisar como antes lo hizo la primavera. Igual que amagó el invierno. El otoño persiste, al menos, siempre fiel a las circunstancias y a su empeño de otorgarle veracidad a ese invento que alguien llamó entretiempo.

No le niego, a pesar de su vaguedad, el derecho a tener secretos, a guardarlos como yo lo hice contigo y mi primera vez, a burlar lo previsible y jugar al despiste con el sol intermitente sobre los patios de colegio y la lluvia caliente amenazando en la ventana. Los 40 grados de mentira.

El gotear como derrota social.

Odié el verano muy joven.

En aquella época en que el calor llegaba a su hora los exámenes de suficiencia servían como excusa social a las puertas de los institutos. Una repesca -inútil en mi caso- de lo escolar y una segunda oportunidad en las relaciones que mis ciento y pico faltas a clase necesitaban como último intento de encontrar amigos nuevos. Oídos amables.

Mis dotes convincentes de actor de reparto pronto me unieron a la lista de elegidos que acompañaban a los mayores con carné de conducir -y más de un preservativo en el bolsillo interior de la cartera- cada tarde a la playa de la antena. En realidad no era una playa, solo un pequeño espacio verde al lado del río, ruido de coches al fondo y algunos chapuzones tímidos mientras los paseantes sobre el centenario Puente Nuevo observaban envidiosos desde lejos. Felicidad gratuita de junio a septiembre.

Yo me hacía pasar por adulto, mentiras negligentes que hablaban de los Faraones o La Universal, locales de mañaneo en los que jamás había estado pero que me otorgaban la condición de miembro estable.

Me despisté en mitad de alguna historia entre fantasías de drogas y sexo indecente encima de algún lavabo, se me fue el santo al cielo de tal modo que sobre la manta de cuadros con la que evitábamos el roce del mal estado del césped, ya solo quedábamos Montse y yo.

Se quitó la parte de arriba del bikini, inherente, en un movimiento inocente similar al estirar cuando se acaba la película. La erección fue instantánea. Nunca antes había visto unos pechos en directo.

Mantuve la mirada sobre ellos el tiempo suficiente para convertir la escena en incómoda y, ante la expresión desconcertante de Montse, eché a correr de golpe hacia el agua, esquivando todos los obstáculos. En el último brinco el pie resbaló vengativo y una inofensiva piedra en la

orilla se me clavó en la barbilla. Todo se llenó de sangre y ya no quedaba rastro de ninguna erección.

Odié el verano muy joven, el toples y ocho puntos de sutura tuvieron la culpa.