La última noche en el karaoke

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

XOSE CASTRO

07 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Existe una época imprescindible en toda vida donde uno ha de gestionarse a sí mismo.

Gestionar el dinero, el onanismo, gestionar incluso las palabras, las que no queremos decir sobre todo. Gestionar las lecciones que, irremediables, ya nadie quiere recibir.

Me costó más de lo normal encontrar la fórmula exacta que estirase las inmerecidas dos mil pesetas que cada viernes a las 18:.00 me esperaban en el recibidor de casa sobre el mueble cajonero de color caoba, allí, donde ya solo se acumulaban tiques del súper y derrotas diarias después del trabajo. Jamás ningún dinero fue capaz de esperarme de nuevo en algún otro lugar.

Descubrí un sitio donde el precio del vodka con lima me daba la oportunidad de tomar más de 5, más de 10. Era un karaoke de una calle céntrica de mi ciudad situado, como si de un chiste de La Vida Moderna se tratase, enfrente de un parque infantil ya desierto de todo rastro de niñez. Cerca del bingo para hacer incluso mejor la foto del paisaje.

Un sótano previsible con la misma gente a la misma hora. Aquella pareja siempre metida dentro de esa canción de Pimpinela donde los famosos hermanos se hacían pasar por un matrimonio despechado, la señora de pelo cardado que durante varios minutos se sentía la Jurado entre gritos y humedad con sabor a sótano o aquel veinteañero que vivía en una versión desactualizada de Carlos Goñi. Así fue como me aprendí de memoria -sin querer, lo prometo- El roce de tu piel. Ante la falta de talento obvia que desprende el olor de mi sudor, nunca nunca subí a aquel escenario, como si mi papel en todo esto fuese el del voyeur que solo mira.

Mirar tampoco es fácil.

El día que el Café Club cerró, su último camarero me pidió por ser yo el segundo mejor cliente -a saber como era el primero- que escogiese dos canciones como despedida. Por aquella época ya había cambiado el vodka por el bourbon solo y tras ingerir la tercera copa agarré valiente el micrófono y comencé a cantar Sevilla de Miguel Bosé casi sin mirar a la pantalla de los subtítulos. Mi cabeza es capaz de recordar cualquier canción con tres escuchas.

En la segunda frase todos entendieron lo obvio, que yo no me dedicaba a cantar y, uno a uno, se fueron subiendo a los sofás de escay granates con los muelles desgastados por los bailes y los besos para acompañarme en cada gallo de cada estribillo.

Mi gran actuación. Mi gran noche. De pronto ella, esa ella que todos queremos en algún momento del camino, bajó las escaleras, yo subí de nuevo al escenario. Me armé con un largo trago de esos que espantan cualquier miedo para malentonar aquella balada de The Beatles que tanto le gustaba, señalándola amenazador bajo la tenue luz de los focos amarillos del fondo.

Al terminar You Really Got a Hold on Me el Café Club cerró para siempre, ella, por supuesto, ya se había ido.

Yo volví solo a casa, a dormir entre discos de Silvio y discutir con su fantasma.