Nuevas tradiciones antiguas

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

MIGUEL VILLAR

27 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi amigo Javier siempre dice que son las canciones las que sostienen la vida en muchos momentos de muchos días. Los momentos que ya ni recuerdas como se resolvieron porque una canción lo arregló por ti o decidió impasiva matarlo de todo y enterrarlo muy al fondo. Muy al fondo, donde dormita el vértigo. A mí no me sostiene nada más que un par de pies pequeños de un modo gracioso si los comparas con el resto de mi cuerpo y dos piernas que a veces se pierden dando vueltas por toda la casa, sin cometido, independientes. Una vez las usé para correr, justo antes de descubrir que es mejor vivir caminando, no corriendo.

Sí creo, de todos modos, que la vida depende de ciertos puntos de apoyo estratégicos. En mi caso esos pilares invisibles se llaman tradiciones.

En casa de mis abuelos maternos, los únicos que tuve, el postre de la comida de fin de semana vivía muy alejado de tartas, chocolates y demás dulces asociados al premio de haber terminado toda la comida del plato. No, en su casa no había galletas ni flanes, allí, antes del café de la siesta se comía pan y queso. No, tampoco era un queso cualquiera. Era el queso de la Amalia. Cualquier tipo de negociación para escaquearse de comer lo que a mí ?y supongo que a cualquier niño? le parecía un postre de viejos resultaba nula y, cada día, un poquito más, mi odio por la tal señora Amalia se alimentaba en cada bocado, en cada mordisco forzado que suspiraba por un maldito yogur de nata y chocolate.

Pasaron los años, me hice mayor ?no mucho más tampoco? sin darme apenas cuenta, todo había sucedido como el camino de vuelta a casa que uno se sabe de memoria: por inercia. No recuerdo muy bien qué pasó con los postres durante todo ese tiempo. Es posible que incluso se hubieran convertido en un trauma infantil de esos irreparables que te despiertan en mitad de la noche, que te astillan las vísceras y te secan la boca de repente.

Pero allí me encontraba yo, en mitad de la plaza de abastos sujetando lechugas y filetes justo delante del puesto de Quesos Anxo. Recordé de pronto las sobremesas familiares y la curiosidad de saber si Amalia era en realidad marca o señora comenzó a caminar por mí entre pescaderías y fruterías hasta que al fondo lo vi, al cruzar aquella esquina, donde una señora de cara afable atendía entusiasmada a una larga cola de clientes que terminaba delante del letrero Quesos Amalia N73.

Con el infantil recuerdo amargo debajo del brazo esperé paciente mi turno.

?Quería una pieza de queso ?le dije con la esperanza de que la señora Amalia fuese el enemigo que mi cabeza había dibujado hacía tantos años.

?Ay neno, pero toma, prueba este pedazo a ver si está a tu gusto, no vaya a ser ?dijo sonriente.

El sabor de aquella pequeña cuña que su mano sostenía delante de mí me retorció de placer la garganta primero, el estómago después y empecé a odiar mi odio.

Desde entonces en mi nueva casa, después de comer, ya solo hay queso y pan.