El promotor de la entidad repasa las luces y sombras de un proyecto que hoy tiene 70 centros y 1.650 empleados
15 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.Los veinticincos años de historia de la Fundación San Rosendo, que oficialmente se cumplieron el pasado 10 de enero, están inevitablemente unidos a Benigno Moure Cortés. Este cura ourensano fue su impulsor desde Cáritas, entidad que presidía desde 1972 y con la que comenzó a crear una red de infraestructuras y servicios de asistencia social orientada a la atención de discapacitados, infancia y mayores. La atención de estos últimos fue el germen de esa fundación. De hecho la residencia más antigua del grupo, la de Cornoces, es de 1978 y cuando se creó la fundación ya había 16 en marcha. El obispo de entonces, José Diéguez, le impuso a Moure integrarse en el patronato de la nueva entidad y asumir la dirección durante diez años. Lo hizo entre 1992 y 2011, pero en esa última fecha se produjo el episodio más convulso y mediático de su trayectoria: su entrada en prisión tras ser condenado por un delito de apropiación indebida.
-¿Cómo fue ese momento?
-Fue duro. Pero para mí es importante que tengo la conciencia muy tranquila. No había hablado con la mujer, no me había enterado de nada. Lo que más sentí fue que condenaran a los del banco: no jurídicamente, los condenó la empresa.
-¿Cree que esa sentencia afectó también a la fundación?
-Pues posiblemente un poco sí. O bastante. Pero pronto se rehízo. Yo creo que teníamos la venta de que ya entonces la entidad tenía muchas residencias y muchas familias conocían la labor. También me parece que es normal que otros puedan criticar.
-Otros organizaron homenajes de reconocimiento.
-¡Bah! Los homenajes tampoco son lo que me gusta. Prefiero la vida normal. De hecho algunos los acepto y otros no. Yo creo que siempre he sido un hombre bastante sereno y me he sentido bastante conforme con lo que hacía. Solo me arrepiento de no haber hecho más cuando tuve posibilidad, quizá por no tener tiempo de reflexionar. Las ocasiones se presentan muy pocas veces. Pero en general yo prefiero pensar en los momentos buenos, que también hubo muchos
-¿Cuáles, por ejemplo?
-Sin duda los mejores eran cada vez que abríamos una nueva residencia. Porque además nosotros no inaugurábamos. Terminábamos la obra, hacíamos una jornada de puertas abiertas para enseñársela a los vecinos del pueblo o de la zona y empezábamos a funcionar.
-¿Se le resistió algún proyecto?
-Alguno sí, como la residencia universitaria de Ourense. En las de ancianos no hubo muchos problemas, aunque en los primeros tiempos no era como hoy que todos quieren tener una a la puerta de casa. No todo el mundo veía claramente esa necesidad. Había a quien no le gustaba la idea, en parte también por el concepto que había de aquellos asilos antiguos, con habitaciones comunes de catorce y quince personas e instalaciones muy oscuras. Nosotros cambiamos esa estructura, con habitaciones y pasillos con muchas ventanas e incluso galerías para no solo tener luz en las salas de estar, que era lo que se hacía hasta entonces.
-¿Por qué tenía tan claro que esos centros tenían futuro?
-No hacía falta ser muy visionario. Yo conocía bien la provincia, también por el contacto con otros curas que sabían de la realidad y las necesidades. Además había estado muy en contacto con la emigración. Creo que di clases a más de cuatro mil personas en aquellos centros en los que les ayudábamos a prepararse, entre otras cosas, en las palabras básicas del idioma de los países a los que iban: alemán, inglés, francés... Era lógico pensar en qué iba a ser de los padres de esa gente que se iba cuando llegaran a la vejez. En el concilio gallego del 76 ya advertí de la despoblación que se avecinaba y casi me expulsan. La cifraba en un 40 %. Ahora se ve que me quedé corto.
-¿Se imaginaba que la fundación llegaría a ser lo que hoy es?
-La imaginación es buena para una semana, pero más allá de ese plazo es difícil acertar. A veces pienso que se pudo hacer más si tuviéramos más capacidad, pero tampoco podíamos correr mucho. De todos modos, hubo algún momento en el que estábamos haciendo cinco residencias al mismo tiempo.
«Creía que las residencias debían de tener mayor independencia en la gestión»
Benigno Moure se ordenó en 1957 y dice que no se considera un cura rebelde, aunque reconoce que en ocasiones no se ajustaba a lo que se esperaba de un sacerdote de la época. Un ejemplo es su resistencia a usar el alzacuellos en actos sociales, que le costó algún comentario suspicaz de sus superiores. Dice que, en general, tuvo buenas relaciones con sus obispos y quizá por ello no vio reparo en plantear a Diéguez la necesidad de crear una fundación para gestionar una parte de los recursos sociales que había ido poniendo en marcha desde Cáritas. «Creía que era necesario que las residencias tuvieran una mayor independencia», señala. Dice que si no hubiera sido cura sería médico. «Estudié mucha psiquiatría y de hecho hice la tesis sobre el suicidio. El suicidio no es pecado», apunta. Eso le dijo también a otro obispo, Temiño, tras el fallecimiento en esas circunstancias de toda una familia. Moure no se decidió por el sacerdocio hasta llegar a Salamanca. Nacido en 1932 en una familia de agricultores con cuatro hijos, resume sus recuerdos de infancia con un «eran tiempos de mucha miseria; de hecho la escuela era apenas un chabolo en el que nos daba clase un maestro de Andalucía, desterrado de la Guerra Civil, que era un gran profesor, extraordinario».
Aquella etapa escolar es la que le dejó mejor impresión hasta su llegada a la ciudad castellana. «En Salamanca disfruté muchísimo y en la residencia las habitaciones eran amplias, hasta teníamos agua corriente», dice. El contraste era mayor por comparativa con su paso por el seminario ourensano, en el que ingresó con once años. «Aquí lo pasé mal, en parte porque la base que traía era escasa y porque era otra miseria. Los padres venían dos veces a la semana a traernos comida», recuerda.