Taxis, VTC y trenes: las mismas reglas

José Luis Vilanova PRESIDENTE DE LA FEDERACIÓN DE EMPRESARIOS DE AROUSA Y DE LA COMISIÓN DE TURISMO Y COMERCIO DE LA CÁMARA DE COMERCIO DE PONTEVEDRA, VIGO Y VILAGARCÍA

OPINIÓN

Carlos Luján | EUROPAPRESS

04 nov 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Un taxi es, literalmente, un vehículo con conductor que transporta personas. Y un VTC, según sus siglas, es exactamente eso: vehículo de transporte con conductor. En lo esencial, ambos hacen lo mismo. La diferencia está en las normas. El taxi es un servicio de interés general, una concesión administrativa regulada por los ayuntamientos, con tarifas fijadas, número limitado de licencias y obligaciones claras.

Las VTC, en cambio, son servicios privados que operan mediante autorización administrativa: no son un servicio público, aunque compiten en el mismo mercado y realizan el mismo tipo de traslado. Y ahí nace la contradicción: coches con conductor, pero con reglas distintas. La tecnología ha cambiado la forma de pedirlos —antes por teléfono o radio, ahora por aplicación—, pero no la naturaleza del servicio. Lo que ha entrado en juego no es la modernidad, sino la asimetría regulatoria. Si dos vehículos hacen lo mismo deben regirse por principios semejantes: previsibilidad, control y protección al usuario. La competencia solo es sana cuando se juega con reglas coherentes. Mientras tanto, el propio Estado envía señales contradictorias. Renfe, empresa pública, debería ser ejemplo de fiabilidad. Sin embargo, hoy sus billetes funcionan con precios dinámicos: un Santiago-Madrid puede costar 30 o 130 euros según la demanda. Y lo más grave: llegas a la estación y no hay billete. Ni dentro de tres horas, ni al día siguiente. No hay tren. Un servicio público esencial no puede dejar a nadie en tierra por falta de plazas o de frecuencias. Si hay demanda, que se añadan vagones.

La movilidad no puede depender de un algoritmo ni de una reserva previa. La paradoja es evidente: el tren público —con todos los medios del Estado— falla donde el taxi, operado por autónomos, sigue cumpliendo con tarifas fijas y disponibilidad. Pero la exigencia social va en sentido contrario. Si un taxi tarda diez minutos, enseguida se dice que «no hay servicio». Si Renfe deja sin asiento a un viajero, se asume resignadamente. Al autónomo se le exige milagros; al operador público, comprensión. Y ahí está la clave: imagínese que su madre está enferma y necesita llegar al hospital con urgencia. En un sistema liberalizado, sin tarifas máximas ni regulación, el único coche disponible podría pedirle 300 o 400 euros por llevarla. No habría alternativa porque no habría reglas.

Por eso hay que regular, no liberalizar: porque hablamos de servicios esenciales, donde la vida y la salud también dependen de que el transporte sea accesible y justo. La liberalización sin control no beneficia al ciudadano: lo deja a merced del mercado. Y lo que hoy está en juego no es la supervivencia del taxi, sino la credibilidad del servicio público. Porque cuando la norma falla, el usuario paga el billete… o se queda esperando en el andén.