
Siempre se dijo que la cultura era libertad, que los ciudadanos cultos eran más difíciles de manipular por el poder. Pero nunca nos lo terminamos de creer del todo. Uno no sabía bien de qué le iba a servir Cumbres borrascosas frente al poder. De qué la cuarta de Rachmaninov o Esperando a Godot. Además, la naturaleza de la democracia era exactamente lo contrario: todos los votos son iguales —con la discrepancia de mi amigo Fernando Sánchez Dragó, que bebía en los clásicos—. Y todo esto con la ayuda de la Virgen María, que persistía en aparecerse a los más humildes. Que ser inculto es malo no quiere decir que la gente inculta sea mala, pero desde luego es una carencia como lo pueda ser la falta de agua y luz, de vitaminas, que provoca bocio y escorbuto.
Pero lo que ahora vivimos al otro lado del charco, de repente, se ha vuelto una contundente constatación de la hipótesis del inicio, tan absolutamente radical que parece un capítulo de Los Simpson. Allí el pueblo ha votado al señor Burns y a Krasty el payaso. Y la última gamberrada la protagoniza Robert F. Kennedy Jr. afirmando que el autismo lo provoca una toxina y que se puede prevenir. Como explicaba muy bien este periódico hace tres días, el autismo no es una epidemia, sino un trastorno genético. Es a lo que ha dedicado su vida el doctor Ángel Carracedo, uno de los genetistas más reconocidos a nivel mundial, que vive aquí al lado. Y a lo que dedicamos también nuestra vida los que somos padres de personas con un trastorno autista.