
Me declaro devoto de su narrativa y detractor de muchas de sus columnas de opinión. Mi caso no es único ni meramente subjetivo. Estoy convencido de que había, hasta ayer, dos Vargas Llosa: un excelso novelista y un opinante escorado a la derecha. Su obra creativa constituye un bosque con árboles de madera preciosa y hoja perenne. Caoba pura. Su Conversación en La Catedral, sin desmerecer a otras magníficas novelas de su autoría, ocupa una de las cumbres de la literatura latinoamericana: solo un estante por debajo, en la biblioteca universal de las letras, de Cien años de soledad. Sus artículos, en defensa del neoliberalismo económico o en apoyo del ultra Javier Milei y su motosierra, conforman, por el contrario, hojarasca de pronta caducidad y rápido olvido.
El ciudadano Vargas Llosa cambió de posición ideológica y política a mitad de la función: en 1971, a raíz del encarcelamiento del poeta cubano Heberto Padilla, rompió con el comunismo, abjuró de la revolución castrista, propinó un puñetazo a su amigo Gabo y puso rumbo a estribor. El escritor Vargas Llosa, por el contrario, mantuvo incólume su universo creativo y las leyes gravitacionales que lo rigen. Entre Conversación en La Catedral, escrita por un rojo militante, y La fiesta del Chivo, firmada por un liberal confeso, no se aprecian diferencias (ideológicas) de fondo: aquella retrata la corrupción moral y la represión política que vive el Perú bajo la bota del general Odría y esta retrata la corrupción moral y la feroz represión política en la República Dominicana de Trujillo.
Karl Marx confesaba haber aprendido más de Balzac y su Comedia humana que de los economistas de su tiempo. Dijo también que Dickens y otros autores ingleses emitieron «más verdades políticas y sociales que las expresadas por todos los políticos, publicistas y moralistas profesionales juntos». El mismo dictamen sirve para la obra de Vargas Llosa. En Tiempos recios se narra la intervención de la CIA en el golpe militar que derrocó al socialdemócrata Jacobo Árbenz en Guatemala. El novelista Vargas Llosa contradice al opinante Vargas Llosa, furibundo anticastrista y proestadounidense a ultranza, y afirma que otra hubiera sido la historia de Cuba si Estados Unidos hubiese aceptado la «modernización y democratización» de Guatemala ensayada por Árbenz.
Las novelas son sagradas y las opiniones son libres: un remedo del santo y seña del viejo periodismo que bien podría ser aplicado al autor de La guerra del fin del mundo. Advirtamos, para ser justos, que no todas las opiniones libres bebían en aguas ultras: Vargas Llosa defendía la eutanasia, el matrimonio igualitario y otros derechos sociales cuya conquista todavía escuece a los conservadores patrios. Era, eso sí, un desastre de profeta con merecida fama de gafe: perdía todas sus apuestas. Lamentamos, sobre todo, su triple fallo con Trump, al que calificaba certeramente de «payaso, demagogo, racista y un peligro para Estados Unidos»: no iba a llegar a la Casa Blanca en 2016, no iba a ser candidato después del asalto al Capitolio y no iba a ganar en el 2024. Y lamentamos también su único acierto constatado: vaticinó el triunfo de Milei.