¿Una generación de cristal?

Ricardo Fandiño Pascual PUNTO DE VISTA

OPINIÓN

María Pedreda

07 nov 2024 . Actualizado a las 09:14 h.

De los adolescentes y jóvenes escuchamos hablar con frecuencia a través de determinados estereotipos: que son muy cómodos, no se esfuerzan y se lo ponemos todo muy fácil; que están desconectados de lo que ocurre en la sociedad; que son egoístas, insolidarios y no tienen capacidad de frustración; que son más machistas, racistas, homófobos y violentos que los de antes; una generación de cristal que no está preparada para la crudeza de la vida; blanditos, quejicas, que se deprimen por cualquier cosa y se asustan con facilidad; solo saben mirar tonterías en sus móviles, frivolidades sin ninguna utilidad. Todas estas afirmaciones están en boca de adultos, denotando no solo un análisis banal y simplista, sino también una pretendida superioridad moral que huele a naftalina.

Son discursos que forman parte de la tensión generacional, que de alguna forma siempre han existido, pero que hoy se viralizan a través de las redes sociales cuyo valor esos mismos adultos cuestionan. Hay que reconocer que estas calificaciones tienen mucho público actualmente, y una buena forma de obtener notoriedad es reproducirlas desde cualquier atalaya mediática. Tal vez porque, en un mundo que cambia con gran rapidez, esta mirada displicente a los adolescentes apuntala la pulsión melancólica hacia la idealización de un pasado que en realidad nunca existió. Como dijo Stefan Zweig, «aquel mundo de seguridad fue un castillo de naipes».

Por todo ello, cuando empezamos a tomar consciencia de la dimensión de la catástrofe causada por la dana en Valencia y empezaron a aparecer las imágenes de grupos de chavales que se organizaban para acudir en ayuda de los damnificados, en muchos adultos se produjo una reacción de intensa sorpresa. La disonancia cognitiva entre lo que creemos saber de los adolescentes y lo que descubrimos de su realidad. Vamos, que, como dirían ellos, a muchos «les voló la cabeza». Y resulta que sí, que grupos de chicos y chicas supuestamente acomodaticios, insolidarios o desinformados fueron de los primeros en usar sus móviles, organizarse, buscar recursos a su alrededor y ponerse a caminar en dirección a las zonas más afectadas por las riadas. ¿Cuál era el objetivo de su marcha? Algo tan extraordinario como sencillo: la vida misma. Acompañar y ser acompañados. Formar parte de algo común. La vivencia compartida. Ser ellos mismos en el encuentro solidario con otros. Hacerse cargo, en la medida de sus fuerzas, de lo que es de todos y todas. Hicieron, simplemente, lo que sintieron que debían hacer.

Se puede pensar que los golpeados por el horror de la tormenta recibirían a los jóvenes voluntarios con la doble alegría de quien obtiene ayuda en situación de necesidad y también ilusión en un momento desesperado. Y es que en este acto espontáneo de los jóvenes se simboliza algo tan fundamental en este momento como es la esperanza. A fin de cuentas, son ellos quienes representan el futuro. Y de esto en buena parte es de lo que trata esta tragedia: la importancia de mirar nuestra vida teniendo en cuenta el valor del futuro, desde la ilusión y la humildad. Si lo pensamos bien, los adolescentes de hoy son nuestra gran oportunidad. Cuando los miramos con desdén y los ninguneamos no hacemos más que arrojar piedras contra nuestro tejado. Ellos necesitan aprender de nuestra experiencia de vida, también de nuestros fracasos. Nosotros necesitamos que su deseo de vivir se vaya abriendo paso.

En un mundo vertiginoso donde las noticias parecen caducar un instante después de ser publicadas, hay eventos que dejan una cicatriz. De algún modo nos transforman. Desde la evidencia del trauma, los vecinos de los pueblos afectados nos reclaman que los tengamos en cuenta ahora y en el futuro. Así, también los adolescentes nos están pidiendo que no les olvidemos, que contemos con ellos. Si lo hacemos, habremos aprendido algo de tan terrible desgracia.