En Paiporta se vivió un estallido social de consecuencias impredecibles para la salud de nuestra deteriorada democracia. Atacaron al jefe del Estado, al presidente del Gobierno y al de la Generalitat de Valencia. ¿Había motivo? Podemos pensar que sí. La rabia y la desesperación de los que lo han perdido todo y se han sentido abandonados en estos cinco días explican parte de lo visto ante las cámaras.
¿Se podía haber gestionado mejor la catástrofe? ¿Ayudar antes a los afectados? Solo hay una respuesta a esta doble pregunta. Y es otro sí. Mayúsculo. Como una casa.
Hay mil ejemplos más allá del fallo más clamoroso, el que costó vidas el martes: la tardanza en la alerta del día del diluvio, el desprecio de la Generalitat de Mazón al aviso de Aemet. No se entiende que recursos cedidos por otras comunidades autónomas fueran enviados de vuelta. Y resulta muy difícil explicar que un debate competencial entre administraciones y las relaciones erosionadas entre PSOE y PP bloquearan la movilización del Ejército. Quizá haya motivos logísticos y operativos, pero no fueron bien explicados.
Cuando no se comunica bien, cuando no se da información de forma puntual y sistemática, entran en escena las fake news, las conspiraciones. Lo vimos con el ébola y con la pandemia. En esta era, aún más digital y polarizada, es peor.
El sábado se transmitió a través de los canales habituales de desinformación -básicamente las redes sociales y privadas, como Telegram- que las restricciones a la movilidad en las zonas afectadas eran para permitir una visita real que nunca fue una buena idea (aún se están buscando cuerpos). Y que el despliegue iba a impedir trabajar con normalidad en los aún necesarios rescates. Hubo también oportunas visitas de agitadores ultras. Esos mismos que llevan mucho tiempo desacreditando la labor de agencias tan fundamentales como Aemet. Los que apadrinan la desaparición de la imprescindible Unidad Militar de Emergencias y de las estructuras públicas que tendrán que facilitar la urgente reconstrucción y rehabilitación de Valencia. La respuesta a la manida frase «de que el pueblo salve al pueblo» la tiene el Estado. Nuestra democracia. No una turba con encapuchados.
Ayudaron a echar gasolina al fuego de la indignación popular. A provocar unos lamentables y gravísimos disturbios que, por suerte y la acción de los cuerpos de seguridad, no causaron víctimas mortales. La escena, en la que el rey y la reina demostraron coraje y entereza, recuerda a las que provocó el trumpismo recientemente con los huracanes de Florida. Azuzas a los ciudadanos contra los servidores públicos. Acabas provocando que se amenace de muerte a los meteorólogos, técnicos y científicos, que no se deje trabajar a las emergencias. Y aquí empujas a una masa enfurecida para que hiera a un escolta real, lance palos contra el presidente del Gobierno y arroje barro al jefe del Estado. El populismo nunca es la solución.