Mentiría si dijese que me ha sorprendido. Pero por muchas veces que ocurra, la sensación de asco permanece, indemne, detrás de cada línea de cada comunicado colgado en las redes sociales. Ha sido —está siendo— como asistir a un suicidio colectivo, el de quien sigue porfiando en percibirse feminista mientras su gran medida contra lo que ha ocurrido es, ni más ni menos, que un cursillo.
Podríamos hacer aquí también un ejercicio de malabarismo dialéctico como ese puñado de líneas en el que Íñigo Errejón admitía que sí, que es cuando menos —y quedándose una bastante corta— uno de esos babosos que decía combatir desde la política. Por respeto a todas, lo mejor será poner las cosas claras. El portavoz parlamentario de un grupo que se cosía la palabra feminista a la solapa es un agresor machista. Hay testimonios que denuncian que otra diputada intentó mediar (sic) una de las veces que Errejón arrimó cebolleta. Esta misma dice que la cúpula política lo sabía. Ahora, resulta que Errejón, más que militante, es una entelequia. Nadie admite que formaba parte de sus filas. La única medida será un cursillo, suponemos, sobre eso que ahora se llama subjetividades tóxicas. El patriarcado lo abarca todo, de derecha a izquierda. La única diferencia es que estos últimos te agreden, pero con las uñas pintadas. En fin. (Más) País.