Cuando leí la noticia de que Nicolás Maduro adelantaba la Navidad en Venezuela al primero de octubre tuve la tentación de escribir una columna jocosa. Pensé de inmediato, claro está, en las luces de Vigo, que cada vez se encienden antes y que el histriónico alcalde pretende que se vean desde Caracas. El artículo prometía. Pero entonces me acordé de los más de siete millones de venezolanos que votaron un cambio de Gobierno y a los que Nicolás Maduro robó el voto y la libertad, a los cuales no haría ninguna gracia mi gracioso artículo. También en aquellos que son perseguidos y encarcelados por no aceptar el atropello. El propio Edmundo González huye de la Navidad de Maduro y se viene a España con tiempo suficiente para admirar las luces de Abel Caballero y seguir vivo. El país toma velocidad cuesta abajo.
La evolución del flaco Nicolás firmemente decidido a no soltar el poder —porque la corrupción y el robo deben de ser de tal magnitud que no habrá manera de rendir cuentas—, se consolida con esa decisión de adelantar el calendario de Adviento. Es la adhesión a las conductas estrambóticas que la humanidad ya vio en Calígula, pero que culminaron el pasado siglo en el continente negro con Bokassa, en Centroáfrica, e Idi Amín Dadá, en Uganda. En este siglo tan moderno en que nos prometían la teletransportación —y lo más parecido que tenemos es Rayanair- nos entretiene los noticiarios Kim Jong-un, un tipo cruel e inhumano, que juega con su pueblo como si fueran los clicks de Famobil. Y hora llega también al mundo estrambótico de sátrapa visionario el flaco Nicolás. Pobre Venezuela.