El actual sistema de financiación autonómica data del año 2009 y tendría que haber sido revisado en el 2014. Después de diez años sin tan siquiera iniciar ese proceso, la necesidad de un acuerdo para gobernar en Cataluña lo abrió de facto, de espaldas de los jugadores que tienen que sentarse a la mesa, y con una parte de las cartas ya repartidas.
Más allá de las implicaciones que supondrá el nuevo escenario, en caso de que pueda llegar a materializarse, sobre la propia configuración política del Estado de las autonomías, desde el punto de vista económico abre, de entrada, dos grandes brechas en la estructura de financiación del sector público en España, de cuyas consecuencias debemos ser conscientes.
Por un lado, incrementa la asimetría del sistema de financiación y, con ella, su regresividad, beneficiando a una comunidad a expensas de todas las demás. Este problema ya existe con las comunidades forales, pero ahora aumenta su peso relativo al 20 % de la economía nacional, que el Estado renuncia a gravar autolimitando sus recursos y capacidad financiera. Además, el pacto establece que la autonomía normativa de Cataluña debe aumentar sustancialmente, aunque no concreta. Por suerte la Unión Europea impide ceder capacidad en los impuestos indirectos importantes, pero de lograrla en los impuestos directos que, por lógica, será lo siguiente a reclamar, podría utilizarla para atraer capitales y actividades económicas en perjuicio del resto de comunidades.
Quizá ayude a tomar conciencia de las implicaciones de eso que el Gobierno llama financiación singular —aunque no deja de ser un concierto económico, al recaudar Cataluña todos los impuestos pagando una cantidad al Gobierno central por los servicios que este le presta y por su contribución a la solidaridad nacional— si consideramos que pasaría si ese acuerdo se generaliza al resto de comunidades, o a las más ricas, que serían las realmente interesadas. ¿Con qué justificación se les podría negar a estas el mismo trato? ¿Qué capacidad le quedaría al Estado para garantizar la prestación de servicios en el resto de comunidades —las menos desarrolladas— a las que no se les aplicase ese sistema? ¿O para desarrollar políticas económicas significativas? Las respuestas a estas preguntas son obvias.
Por otra parte, el acuerdo para Cataluña abrió el frente de la financiación autonómica posicionando a esta comunidad de una forma tan diferencial que condicionará la solución final. En esa solución ya no será prioritario corregir las distorsiones actuales, y sí que se consiga un acuerdo, para lo que se necesita que todas mejoren su posición actual. Y eso pasa por más recursos a aportar por el Estado para contentarlas. El presidente del Gobierno quiere el acuerdo, tiene claro lo que se necesita, y así lo dijo en su discurso de apertura del curso político: «Todas tendrán muchos más recursos». Y avanzó también que los ricos contribuirán a financiar esas necesidades adicionales, aunque para ello tengan que prescindir de parte de sus gastos suntuosos, que simbolizó en los Lamborghinis. Lo que no dijo es que con eso no va a llegar, y necesariamente las clases medias, que son las que sustentan el grueso de la recaudación del Estado, tendrán también que pagar el nuevo encaje de la financiación autonómica. En España habrá menos Lamborghinis, y también menos Citroën.