Nadie quiere una escalada pero, cada uno de los eventos que se van sucediendo en las últimas semanas no auguran nada bueno. Si el martes Israel confirmaba el asesinato quirúrgico en Beirut de uno de los líderes de Hezbolá — el «partido de Dios», de tendencia chií —, Fuad Shukr, el miércoles nos despertamos con la noticia del fallecimiento del líder político de Hamás, —el «movimiento de resistencia palestina», de tendencia suní—, Ismail Haniya, ni más ni menos que en Teherán. Este último acababa de llegar a la capital iraní para asistir a la toma de posesión del nuevo presidente, Masoud Pezeshkian.
Pese a que Hezbolá negó haber lanzado el proyectil que mató a 12 niños e hirió a 30 personas más en los Altos del Golán, —una zona fronteriza y disputada de unos 1.800 kilómetros cuadrados entre Israel, Jordania, Líbano y Siria, ocupada en su mayor parte por el primero—, el Gobierno de Tel Aviv no ha creído a esta organización extremista y, en consecuencia, respondió matando a Fuad Shukr. Por su parte, aunque Israel todavía no ha confirmado su autoría, Irán no duda que también está detrás de la muerte del palestino Haniya. Un doble agravio, porque no solo pone en evidencia la poca efectividad de sus sistemas de defensa, sino que cuestiona su capacidad para proteger a los aliados que con tanto entusiasmo forma y financia.
Como si de una partida de ajedrez se tratara, Israel e Irán van moviendo sus peones, intentando frenar los avances del contrario mientras defienden sus posiciones ante el cada vez más escéptico y receloso tablero internacional. Ni Irán ni Israel pueden permitirse una guerra directa que involucraría a todo Oriente Próximo, pero tampoco desean mostrar debilidad, así que es previsible que los ataques puntuales y dirigidos de manera muy definida aumenten. Cuestión aparte es que alguno o algunos extremistas descontrolados de cualquiera de los dos bandos actúe por su cuenta desencadenando una catástrofe total. Y mientras Israel e Irán miden sus espadas, Gaza se ahoga en sangre.