Quizá ha llegado la hora de empezar a bajar el suflé de las expectativas. Según los resultados de nuestro último ObserBAPtorio, la mayoría de la sociedad está decepcionada. ¿Estamos realmente tan mal? ¿O es que los umbrales de satisfacción han subido? Cuando conocí el dato, sentí tristeza. ¿Todo el esfuerzo, todo el trabajo de los últimos tiempos, para encontrarnos con una sociedad decepcionada? Me costó dormirme y cuando lo conseguí… tuve un sueño. Vinieron a mi mente extrañas imágenes.
La primera eran millones de niños en todo el mundo pidiendo el penúltimo de los inventos satánicos: el menú infantil (hubo un tiempo —sí, yo lo viví, os lo juro— en el que los niños elegían un plato y comían, quizá en menor cantidad, lo mismo que los mayores). ¿En qué momento se produjo esa mutación en la carta de los restaurantes? ¿Cuándo se extendió la conjura de que, si eres niño, solo comerás espaguetis, milanesa, croquetas o pizza? Ni idea. Pero aquello los condenó desde entonces a no probar ni un sabor nuevo, ni una textura nueva. Siempre fácil y predecible: satisfacción garantizada. Expectativas fijas y siempre cubiertas. En mi sueño (ya entonces pesadilla) los niños aprendían la enseñanza: no te adaptes al mundo, el mundo se adaptará a ti. Otra imagen: un enorme quiosco con el letrero «chuches sociales». Debajo del cartel, una foto de lo que parecía ser una invasión de columpios. Columpios por todos los lados, como representación de una preocupación suprema: que ningún niño se aburra. Parques llenos de estructuras encaminadas a que los pequeños supiesen a qué y dónde jugar. Y de vez en cuando, una sobredosis: cumpleaños en un parque de bolas. Niños enjaulados gritando enloquecidos mientras los padres toman un piscolabis. Todo para que la criatura ni se amuerme ni se aburra, no vaya a ser que invente algo.
Pensé en mi sueño. ¿Podría realmente salir a dar un paseo y tomar un helado llegar a resultarles satisfactorio? Más imágenes: gente a las que le resultaba imposible no dar su opinión, abstenerse, callar... Personas caminando, mirando su propio ombligo, que levantaban la vista solo para ver cuerpazos en sus smart phones. De pronto, una voz, algo que todos repetíamos sin parar: «Para mí no es penalti». El subjetivismo elevado a norma imperativa kantiana. Nuestro punto de vista como algo infalible, alejado de la posibilidad de error. Sin embargo, sí sabíamos que a veces nos equivocábamos, que no sabíamos tanto como creíamos o decíamos, lo que nos producía melancolía y decepción. La última imagen: niños que compraban armas para jugar a videojuegos.
De repente desperté. Había llegado la hora de empezar a bajar el suflé de las expectativas y de recuperar la libertad de aburrirse, de decir «no sé», «no sabría qué decir». La obligación de politizarlo todo nos agota, nos genera un clima de tensión que termina en decepción… Con lo natural que era a mis veinte años decir «yo paso de política». Me tomé un café y me puse a escribir este artículo. Confirmado: es preferible reír que llorar.