Volvemos a votar. Son elecciones europeas. Y casi siempre han sido consideradas como de segunda en España, aunque de la Unión nos lleguen dinero y normas. Y hagamos debates televisados y montemos follón en las redes como el 23J.
Hay varias razones. Una, es una elección muy indirecta. Se coge la papeleta del PP, del PSOE, de la coalición del BNG (Ahora Repúblicas) o de Sumar, pero luego los diputados se integran en diferentes grupos y acaban votando a Von der Leyen o sus desconocidos rivales. Nos queda lejos.
Dos, los escaños se reparten en una circunscripción única estatal. Lo que favorece a los aventureros con causas pendientes con la justicia (como Ruiz Mateos en los 90 o algún agitador actual) y a fuerzas con escaso arraigo territorial.
Tres, la tradición dicta que se presenten candidatos de segundo nivel de conocimiento popular (aunque sobradamente preparados, como los representantes gallegos en listas) y en muchos casos cerca de la jubilación. Una notable excepción en estos comicios es la vicepresidenta Teresa Ribera.
Y cuatro. Por regla general, faltaba salseo. Populares y socialistas lo pactaban casi todo en Bruselas y Estrasburgo. Este escenario va a cambiar a peor por el posible crecimiento de la ultraderecha, tradicionalmente dividida, con la italiana Meloni como referente. ¿Qué pasará ahora si se unen en una especie de frente liderado por Meloni y Le Pen? No lo duden. Peligrará la democracia. Los derechos. Y las verdaderas libertades.