Estamos en plena era del conspiracionismo, que Donald Trump ha llevado al paroxismo y que abocó a la toma del Capitolio llevada a cabo por un grupo de fanáticos abducidos por un político sin escrúpulos. Las teorías conspirativas, que tienen numerosos antecedentes históricos, se han visto potenciadas por las redes sociales, las fake news, medios agresivos como la Fox y un submundo de mensajes nocivos en internet. Disparan el discurso del odio, la intolerancia, la polarización y el populismo. La última víctima de esta paranoia es la cantante y compositora Taylor Swift, la artista más influyente del mundo, con 300 millones de seguidores en redes, y elegida por Time como la persona del año. Los sectarios la acusan de ser un «activo del Pentágono» y de formar parte de una operación psicológica para ayudar a Biden en las elecciones frente a Trump. La descabellada teoría sostiene que la competición del fútbol americano (NFL) ha sido amañada para que el equipo de su novio Travis Kelce, los Kansas City Chiefs, llegue a la final de la Super Bowl, la gane y allí aparezca Swift para pedir el voto a Biden. El trumpismo ha montado en cólera y ha puesto en marcha una brutal campaña de ataques contra la artista, que ha llegado al extremo de utilizar inteligencia artificial para difundir fotografías y vídeos pornográficos falsos, los llamados deepfakes. Los trumpistas temen la gran capacidad de influencia de la cantante, sobre todo entre los jóvenes, y vuelven a repetir sus burdos e infantilodides esquemas conspiranoicos. ¿Se creerán los estadounidenses este megabulo? Muchos sí. Es sorprendente el respaldo que tienen estas teorías por más delirantes que sean.