Sexo, culpa, adolescencia y porno
OPINIÓN
El porno —especialmente el generalista— no es una buena puerta de acceso al conocimiento sobre la sexualidad. En su versión más conocida difunde una visión coitocentrista, gimnástica, estereotipada y banalizada del sexo. Promueve un imaginario del deseo centrado en lo masculino. Puede generar una importante confusión entre la ficción pornográfica y la realidad del sexo en aquellas personas sin la suficiente madurez para distinguir entre estas dos esferas. Contribuye a la perpetuación de un imaginario social del sexo productivista, que empieza con una erección y termina con una eyaculación. Es una mala escuela. Sobre todo, si ocupa la centralidad cultural en los discursos sobre el sexo. Sin embargo, cabe aquí preguntarse si el porno es tan poderoso como para ser generador único de estos discursos o si aquello que representa bebe de fuentes arraigadas y naturalizadas en lo cotidiano.
El porno es un producto de ficción dirigido a un público adulto. Las razones por las que las grandes distribuidoras de pornografía permiten el acceso a menores de edad a golpe de un clic tendríamos que preguntárselas a los legisladores y a los magnates de buscadores en internet que venden las entradas a este tipo de contenidos. Reflexionemos sobre los intereses económicos subyacentes. Tengamos en cuenta también que el porno no solo influye en la realidad, sino que interactúa con esta. Su función es la representación de un comportamiento sexual que viola de forma deliberada los tabúes sociales y morales existentes. Acusar al porno generalista de ser el único responsable del fomento de unos determinados estereotipos es pasar por alto el impacto de estos en otros ámbitos como el cine comercial, las series, la música, la publicidad, los discursos y los actos de personajes públicos, algunos de ellos elevados a la condición de ídolos. Sin embargo, las denuncias de estas producciones son escasas. Quizá, porque la moral sexual, la represión y el tabú siguen formando parte de nuestra vida.
Con todo esto asistimos en los últimos meses a continuos mensajes donde se culpabiliza —estableciendo una relación causal— al creciente acceso a contenidos pornográficos, por parte de la población infanto-juvenil, del aumento en el número de denuncias por agresiones sexuales. Abundan los titulares hablando de una supuesta generación porno que comete actos aberrantes relacionados con la sexualidad. Como si la violencia sexual perpetrada por adolescentes no fuera un fenómeno muy preocupante, pero residual. Como si se pudiera estigmatizar a una generación por satisfacer su curiosidad sexual encontrando porno donde buscan sexo. Como si esta generación de la que hablamos no mereciera ser recordada, por ejemplo, por su sensibilización con cuestiones sociales de primera magnitud como la crisis climática, la igualdad o el respeto y la aceptación de la diversidad.
Lo que no podemos perder de vista la población adulta es que vivimos un nuevo tiempo respecto de la relación que los más jóvenes tienen con la sexualidad. El ocultamiento de lo sexual —en su esfera conductual— ha decaído en la medida en que aparece incorporado de forma masiva en todos los sistemas de información y entretenimiento a los que tenemos acceso. El sexo ha entrado a jugar un papel muy importante en la lógica del mercado y, por ese motivo, se banaliza, se simplifica se compra y se vende de muy diferentes formas.
Mientras tanto, la educación sexual y la sexología siguen estando muy lejos de estar generalizadas en nuestras aulas. No solo en las de los centros escolares de primaria y secundaria, sino también en las de las facultades de educación y sanidad. El negacionismo se mezcla con el pudor. Los adultos culpamos al porno y a los más jóvenes mientras nos desresponsabilizamos de nuestros deberes: ofrecer una educación sexual de calidad a infancias y adolescencias. Porque la educación sexual no es una opción, es un derecho.