En Estados Unidos existió durante muchos años la costumbre de relatar dónde estaba uno y qué hacía cuando se enteró del asesinato de Kennedy, un hecho del que se cumplirán esta semana sesenta años. Pues bien, a mi madre la sorprendió planchando una camisa. Tenía puesta la radio y cuando lo dijeron en un boletín urgente se echó a llorar, pero sin dejar la plancha, porque era consciente de que la vida tenía que continuar. Entonces llegó mi padre de la calle y ella le dio la noticia junto con la camisa suavizada con sus lágrimas demócratas. A mí, de joven, me sorprendía esta emoción por un presidente de un país en el fondo lejano, pero mi madre se justificaba: «Era muy popular, un hombre joven y guapo, idealista… Me dio pena». Sin duda era así. Por ejemplo, en Lugo incluso le pusieron el nombre de Kennedy a un bar de cerca de la Puerta de San Fernando; y qué mayor honor puede haber en Galicia que este de que le pongan tu nombre a un bar.
Kennedy fue quizás el primer político moderno, el inventor de un estilo y una puesta en escena que todavía se imitan con más o menos fortuna, y que consiste fundamentalmente en combinar juventud con paternalismo. A su presidencia se le dio el nombre de Camelot, porque entonces estaban poniendo ese musical en Broadway. Elegante, glamurosa, comprometida y llena de secretos, es verdad que aquella Casa Blanca de Kennedy se parecía algo a la corte del Rey Arturo de la que trataba el musical. Desde luego, el reinado de Kennedy fue como el del Rey Arturo: una confusión entre realidad y ficción que acabó en muerte heroica y mito. Kennedy se ha convertido en el prototipo del presidente de Estados Unidos, y a la vez en una marca registrada. Como si se tratase realmente de una firma comercial, incluso se la conoce por sus siglas: J.F.K.
El problema de la fama es que come de todo. Cuando se acabó el material positivo para satisfacer la curiosidad insaciable sobre Kennedy hubo que tirar de sus debilidades y defectos: de sus adicciones, sus amantes, sus incoherencias, sus vanidades personales, su mala salud oculta. De repente, hasta el «Cumpleaños feliz, señor presidente» que le canta Marilyn, y que a todo el mundo le había parecido bien, empezó a sonar siniestro. Kennedy, que incluso se compró el disco de Camelot y lo oía constantemente, tenía que haberse fijado mejor en el argumento de la obra, que resulta ser una historia de infidelidades y traiciones que acaba con el Rey Arturo camino de la batalla en la que perderá la vida. Y así acabó también la función que interpretó Kennedy, en la calle que lleva a Avalon.
Hay personajes famosos que nunca logran recuperarse del todo de su muerte. Les pasó a Lorca, a Gandhi, a Julio César… y le ha pasado también a Kennedy, cuyo legado, al final, ha acabado consistiendo sobre todo en los veintiséis segundos de la filmación de su asesinato. Porque cuando un político es popular, el magnicidio es una forma laica de martirio, una apoteosis. Más aun en el caso de una muerte pública y a la vez misteriosa, porque si no se sabe quién le mató es como si le hubiésemos matado todos. Esos veintiséis segundos de película de 8 mm, sin duda los más estudiados de toda la historia humana, los veremos otra vez estos días, y comprobaremos que no han perdido su extraño magnetismo: la caravana presidencial en una calle de Dallas, el gesto de dolor del presidente al ser alcanzado por el disparo, Jacquelin gateando presa del pánico por el maletero del coche…