Hay días que sueño con ello. En mi mundo profesional, la educación y la literatura, encuentro escasas disidencias. El lenguaje inclusivo es como una serpiente que se enrosca en el cuello, aprieta, y apenas deja respirar. Algunos lo achacan a la falta de cultura gramatical. No lo creo. La causa de esta epidemia denominada lenguaje inclusivo es el pensamiento único. O la corrección política, que en nuestros días reposa en el germen de todos los males del universo educativo o cultural. También político. Ahí los tienes, a todos y todas, ellos y ellas, de derechas y derechos, izquierdas e izquierdos, compitiendo a ver quien pronuncia la barbaridad lingüística más desatinada o extravagante: el dislate supremo. Desde el memorable miembros y miembras hasta el no menos meritorio portavoces y portavozas. No insistiré en los disparates. Tampoco en las argumentaciones gramaticales, prescriptivas, que fijan las academias. He escrito en numerosas ocasiones sobre el masculino genérico y sus implicaciones. Sabemos que cuando decimos bienvenidos, en tal sintagma caben ambos géneros. Géneros, no sexos: esta (la confusión de género con sexo) es otra de las implicaciones de la alta sabiduría, la excelsitud, de los adeptos a la inclusividad lingüística. Hoy me recrearé en una situación vivida en un congreso educativo, pero podía ser un congreso político o literario. Personas formadas que emplean el lenguaje inclusivo, artificioso y cargante, como algo natural. Yo quise levantarme y protestar. Pero para qué. Protestar ya no sirve de nada. En la hora del café me atreví, desde mi ingenuidad, a corregir estos usos. Las escuchantes (¿debo decir las escuchantas?) y los escuchantes (¿debo anotar escuchantos?) se sintieron ofendidísimos. Una señora me dijo que las mujeres precisaban visibilizarse. Yo le hablé de sexos (hombre y mujer) y de géneros (masculino y femenino). Creo que no lo entendió muy bien. Mi exposición no aclaró nada. Lo intenté de nuevo. Y fracasé. Busqué con la mirada algún cómplice. No había. Dos de los compañeros (varones) agacharon la cabeza, esquivando mis ojos. Otro habló y dijo sin ambages: «Estoy con la compañera (eso, obviamente, quería decir que no estaba conmigo porque no existe el femenino genérico), ya iba siendo hora de quitarle al lenguaje su sesgo machista». En aquel momento, las trompetas del apocalipsis sonaron en mi interior. Intenté calmarme. Para ello utilicé la vieja técnica de contar hasta diez. Llegada la decena, quise hablar. Me interrumpieron. La ideología es la ideología y yo, evidentemente, era un machista irredento. Y todo porque me niego a emplear el lenguaje inclusivo. En Francia, el debate ha sido aclarado: la Academia Francesa de la Lengua se posicionó en contra en octubre del 2017 al considerarlo una «aberración» y en el 2021 se vetó el lenguaje inclusivo en el sistema educativo. Aquí seguiremos gozando con este tenaz martirio.