Nunca hubiésemos imaginado que el inmenso incendio de Canadá fuese a nublar nuestros cielos de amarillo y a cubrir nuestros contenedores de ceniza. El largo viaje de la tragedia, que nos obliga a compartir el mal ajeno. Yo conozco los bosques de la región de Quebec por la literatura. Por Maria Chapdelaine, la novela de Louis Hémon publicada en 1913 y que pronto se volvió un símbolo patriótico de esa región afrancesada. Es, la verdad, una historia magnífica, un poco cursi, pero con la fuerza de la naturaleza de esa especie de Amazonía ártica que son los montes de los tramperos de Jack London. Los incendios de Canadá son una catástrofe literaria que nos alcanza por el cielo. En cambio, el incendio de Francia nos entra por la ventana de los telediarios y por el retumbar del suelo del continente. Siempre me llamó la atención el desinterés de los argelinos por Albert Camus, del que se distancian con el desdén que sienten hacia los pies negros. Que las jóvenes generaciones —los centenares de detenidos son en su mayoría adolescentes— se sientan tan ajenos al Estado, al bien común, y destruyan las calles llama profundamente la atención. Los franceses, que han dejado su lengua a lo largo del norte y el oeste del continente negro, donde los más humildes, junto a su árabe o su wólof contestan con el idioma de Moliere y de Zola, no han conseguido la simpatía de los pueblos colonizados —ni la mía, la verdad sea dicha—. Y, cada cierto tiempo, como los agricultores de Castilla, queman el suelo de rastrojos.