No hay misterio más insondable para quienes nacimos sin el don de la gracia que ese talento que algunos tienen para ser simpáticos, esa vis cómica innata en virtud de la cual se ponen a recitar la lista de la compra y todos los presentes se tronchan o cuentan cómo les fue en el tocólogo y antes incluso de arrancar con los preliminares, solo con el ademán, consiguen una atención inquebrantable y un proyecto de carcajada con garantías. Entre otras clasificaciones humanas, hay una de una rigidez a veces cruel que distingue a los paveros de los desaboridos porque no hay nada más lamentable que un tipo soso que intenta ser cachondo y enseguida ves que lo más que va a conseguir es el ridículo o la compasión. Además de personas, hay cosas simpáticas y antipáticas, incluso narices simpáticas que no son exactamente bellas pero sí resultonas.
Por todo ese misterio que encierran y por haber sido bendecidos con una gracia esquiva, los simpáticos suelen ser tipos peligrosos, conscientes del poder que ejercen y de que una persona bien reída es mucho más proclive a decir a todo que sí. Si además el simpático se dedica a la política, el riesgo de que la líe sin que te enteres se multiplica. Los obituarios de estos días de Berlusconi destacaron de él un don extraordinario para caerle de maravilla a todo el mundo, incluso a aquellos que lo despreciaban o que intuían las tinieblas que encubría su chispa. La renuncia de Manuel Baltar actualizó también a otro pavero nacional, su padre José Manuel, el gran pillo simpático de la política ourensana. Durante años fue la personificación del cacique pero eso sí, del cacique simpático. Un gen que no heredó el hijo y que quizás explique su caída prematura. Si nos mangonean, que al menos nos riamos.