Pocos minutos después de las nueve de la noche del martes 21 salí del palco de honor del estadio Santiago Bernabéu, donde estaba la capilla ardiente de Amancio Amaro Varela, mi amigo de tantos años. En Anfield comenzaba el partido Liverpool-Real Madrid y al abandonar el estadio las azafatas me informaron de que el equipo blanco perdía por dos goles a cero. Inevitablemente pensé que era una mala manera de despedir al presidente de honor. Veinte minutos más tarde llegó el empate y finalmente, el 2-5. Entonces volví a acordarme de mi amigo, con el que tantos partidos había compartido, y me imaginé que algo había tenido que ver él, desde la zona de influencia, para fijar como histórico ese contundente resultado.
El héroe, la leyenda se nos había ido. Le esperábamos en A Coruña estos carnavales. Preparábamos sus centollas en el Celeiro; su cocido gallego en el Paradavella de Perillo, y su vinito de amigos en el Bitácora de Santa Cristina. Él tenía morriña, porque hacía casi un año que no venía a esta tierra. A principios de febrero me preguntó que cuándo era martes de Carnaval.
Intuía por su tono de voz, cuál era su estado de ánimo. Siempre me engañaba con un regate verbal, corto y preciso, que me impedía conocer la situación real. Nada hacía presagiar, ni para él ni para los médicos, que el desenlace fuese tan inmediato. Pero la madrugada del 21 de febrero llegó, no por esperada, la peor noticia. Amancio Amaro Varela nos dejaba. Aquí quedaba en la memoria colectiva, la leyenda, el héroe, el presidente de honor del Real Madrid, digno sucesor de Alfedro Di Stefano y de Paco Gento. ¡Qué orgullosos estábamos los amigos! El héroe, que lo fue, la leyenda, que lo seguirá siendo y ahora, el milagro de la metamorfosis, el mito.
La realidad y fantasía conformaban la extraordinaria valoración y estima de las cualidades de Amancio. La historia de un relato real y fantástico que el madridismo consagró en el derbi del pasado sábado al desplegar el retrato de «o noso Amancio» arropado por una corona de laurel como a la diosa griega Nike, símbolo de la victoria.
Y mientras tanto, uniéndose al homenaje de 65.000 madridistas, el cielo lloró en blanco. Fueron los copos de nieve de una despedida memorable. Hace pocas horas hablaba con Manuela, esposa de Pachicho Gude, un hijo de la mar, con el que Amancio compartió muchos veranos sardinas y sonrisas en la playa de O Castro-Catía, en la ría de Arousa. Desde Aguiño me llegaba su desconsolado llanto. Sus palabras fueron sinceras: «No sé cómo sería como futbolista, pero puedo asegurar que como persona era maravilloso». Y poco más. Yo sí aseguro que era un genio, un brujo. Y mi amigo del alma.