Vale que aún queda mucho por pulir y que todavía se tiene que acortar, pero la última gala de los Goya fue la mejor en años. Y aunque nadie la presentará como Rosa María Sardá, el dúo Clara Lago y Antonio de la Torre funcionó, si bien creo que él le ganó a ella en espontaneidad. Pero aprobaron porque la idea esencial de la ceremonia era no presentar o, al menos, no abusar de los chascarrillos y las idioteces. Se agradeció ese tono más natural y menos enrevesado, que agilizó el ritmo de la noche. Tienen, eso sí, que suprimir o minutar al máximo el discurso del presidente de la Academia, que fue un tostón, y alguna de las actuaciones que no aportan mucho o casi nada (a mí la de Lolita me sobró), pero dicho esto, lo mejor de la gala, además del fucking Zahera, fue la familia Saura. Arrancar con su presencia puso el listón alto a la emotividad y fue un modo de atrapar al espectador. Pero de todos los discursos que se dieron en la noche, me quedo con el del hijo de Saura y su manera honrosa de homenajear a su padre a través de las cuatro mujeres que lo amaron. No es habitual ver a un artista a través de esos ojos y darles el lugar que les corresponde a todos los amores que lo moldearon, que lo transformaron como persona y cineasta. Antonio Saura las citó a todas ellas: Adela Medrano, su madre; Geraldine Chaplin, Mercedes Pérez; y la viuda, Eulalia Ramón. Todas le dieron hijos y todas modelaron su arte. Sin ellas, la gran obra de Saura no existiría.