Aparece en el primer capítulo de Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa. En este libro se dirige a un futuro escritor al que advierte de que su vida podría verse acompañada de un parásito maligno: la solitaria. El animal reclama alimento, y el que lo alberga solo puede calmar la voracidad del bicho produciendo textos, dedicándose de lleno a la escritura. Esto es una aproximación a lo que significa convivir con la vocación literaria: ser alguien que engulle lo que encuentra alrededor convirtiéndolo en material narrable y que se aprovecha de lo externo para fundirlo con la subjetividad y los sueños, ya que el único modo de mostrar la rebeldía que siente ante el mundo es produciendo ficciones, mentiras que son más verdaderas para el espíritu que la conocida realidad.
No es raro que en ocasiones el escritor sea huraño, retraído; de algún modo «padece una enfermedad»: la insatisfacción que no le permite hallarse a gusto en ningún lugar. Solo cuando humea la belleza del texto, entre las anhelantes compuertas de su cerebro, se enhebra en el sosiego y la solitaria deja de bramar en la penumbra. Así podrá alcanzar la convicción de que no está arruinando su vida. Por otro lado, sufre. Como todo ser vivo desea vivir y no encerrarse en un cuarto a inventar historias que debe imaginar, ya que si la realidad bastase no habría que construir ficciones para llenar el vacío del corazón.
Este ser híbrido —el artista—, a medio camino entre el animal y el dios, el demonio y el ángel, no lo tiene fácil para reconocer el acercamiento a la perfección de su existir. Llora cuando no debe y cuando debe llorar no llora; es feliz cuando nadie lo sería, a excepción de que lo hubieran concebido para las más excelsas contradicciones. No se une a la naturaleza, prefiere batallar entre los símbolos; no sale al campo a observar los pájaros, y les escribe cartas de amor a los muertos o a los desconocidos. De ese modo halla plenitud para un espíritu aprisionado en un cuerpo en el que cohabita otro, como podría ser el de la solitaria que un día engulló —o ella a él—; algo que hacían algunas mujeres gruesas del XIX para aligerar el talle.
Mario Vargas Llosa aclara que la idea de comparar la vocación literaria con la exigencia de una solitaria procede de Thomas Wolfe cuando escribe: «El gusano había penetrado en mi corazón… y se tendría que alimentar…». Pero también reconoce que al fin la luz brillaría.