El reloj de la estación de Amberes y la coincidencia

Cristina Gufé
Cristina Gufé ESCRITORA Y LICENCIADA EN FILOSOFÍA Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

OPINIÓN

ALBERTO LÓPEZ

22 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

W. G. Sebald en Austerlitz se refiere a ese reloj; para ello redacta como un bailarín que danzara en puntillas y es capaz de deslizarnos por sus escritos como si flotásemos. «Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj en la estación de Amberes se podían vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, los viajeros debían levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por él». Habla de coincidencia, como todas las veces en las que se producen los encuentros. En relación con el llamado «flechazo», nos dice Wislawa Szymborska en un poema: «¿Qué dirían las calles, las escaleras, y los pasillos/donde quizá tantas veces se cruzaron?»

Es escandalosa la falta de respeto que mostramos por la sincronía. Nadie le reza a la «casualidad», a la compenetración fulminante en el cruce de los ojos; al visualizar por anticipado lo alto que el viajero colocará su maleta al llegar al tren; la belleza presentida de las manos traídas al primer plano, como si vagasen solas, sin anclaje en otro elemento mayor como sería la totalidad de un cuerpo. La poeta habla de ese milagro: «Les sorprendería/que el azar llevara tiempo/jugando con ellos».

Las cosas suceden porque hay relojes como el de la estación de Amberes —lugar desde el que podemos detenernos a contemplar el ritmo imparable de viajeros moviéndose en todas direcciones, y a la vez sincronizan actos, velocidad, para que coincida todo a la hora convenida—. El asunto del reloj solo es un símbolo. Cada acto de la vida es una consumación: Cerrar un sobre, abrir una carta, usar la llave, activar el encendedor, decidir un adiós, sentir que el tren se pone en marcha mientras el reloj se aleja. Miles de puntos indefinidos formando parte de una pintura impresionista que no podemos contemplar porque uno de esos borrones somos nosotros mismos. Un pie se mueve para alcanzar al otro; vemos cómo huye el paisaje mientras continúa el viaje. Sentimos haber podido olvidar después el trayecto que le daba ocasión a la oportunidad de tantear amor.

Fue solo ese instante que amarraba el tiempo y lo retrotraía a su belleza originaria. Alguien inventó un reloj mezclando el barroco con la precisión de un mecanismo para que los acontecimientos sucedan al unísono. W. G. Sebald es un artista de la escritura que puede elevarnos del suelo como hace Chagall con sus figuras pintadas; narra con sencillez la coincidencia de los actos para que el mundo real —no el de los amantes— persista en su vorágine, y un día, un encuentro nos acerque el uno al otro. Algo que precisaba de la vigilancia mutua entre el tiempo de lo anodino y el que solo marca, desde el punto central, el reloj de la estación de Amberes.