Un pacto de futuro

Rafael Arangüena ABOGADO

OPINIÓN

ALBERTO LÓPEZ

06 ago 2022 . Actualizado a las 11:19 h.

La democracia es, por definición, un pacto entre ciudadanos. Por este motivo, los gobernantes deberían basar su acción política en la promoción permanente de los pactos y ulterior cumplimiento de lo acordado, algo que pese a parecer totalmente obvio, casi nunca lo es.

Expuesto lo anterior, vemos que se habla mucho en estos días de la conveniencia de un pacto de rentas destinado a hacer frente a la desencadenada inflación, que supera límites que hasta hace unos meses eran insospechados para la mayoría de la población. Pero se habla de ello omitiendo, sin embargo, la necesaria reflexión sobre experiencias previas, como aquella oficina de administración de precios implementada por el Gobierno estadounidense para salir de la gran recesión de los años 30 del pasado siglo que, bajo la batuta de John Kenneth Galbraith, tan buenos resultados tuvo en el control del aumento de precios.

Los tiempos cambian, pero los conceptos no tanto. Y menos aún cuando aquella experiencia tuvo réplicas posteriores en el resto del mundo y podría ser adaptable a un escenario de movilización limitada como el actual, en el que solo actuar sobre los salarios, además de injusto, posiblemente no sirva de gran cosa si no se actúa también sobre los precios, por muy censurable que ello pueda parecer en estos tiempos de globalización alocada.

El principal problema que supone conseguir que todo lo propuesto funcione reside, ya no solo en su complejidad, sino sobre todo en su dudosa eficacia en un ecosistema económico como el español, en el que la existencia de un verdadero mercado brilla por su ausencia en sectores tan esenciales como, por ejemplo, el energético o el de la distribución alimentaria.

En ambas áreas económicas, los disparados márgenes de valor añadido que encarecen el producto desde origen hasta el consumidor final deberían invitarnos a reflexionar sobre si, más que un pacto de rentas, sería más urgente la implantación de verdaderos mercados que operasen en sana competencia, y sobre la necesidad de articular políticas públicas destinadas a que ello sea cierto, puesto que no cabe seguir imputando todos nuestros males al malvado Putin.

Siguiendo esta senda, probablemente conseguiríamos que el campo español volviese a ser rentable —económicamente— sobre la base de asentar la mayor parte del valor del producto en el productor primario con lo que ello implica a nivel medioambiental. A este objetivo podríamos sumar otro no menos importante: rellenar algo esa España vaciada que ya supone un grito colectivo y, de paso, como propina, que por fin funcionase ese cuento que nos contaron en el cole de que el mercado todo lo equilibra y la sana competencia siempre devuelve los precios a su justo nivel, para alivio de nuestros bolsillos.