El rey emérito y su tatarabuela

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

24 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La tatarabuela, Isabel II, gozó en algún momento de su reinado del fervor popular. Lo dilapidó. La revolución de 1868 la destronó y la catapultó, junto a toda la familia real, su camarilla y sus amantes, al exilio. El marqués de Alcañices, mentor del príncipe Alfonso, le señaló el responsable de sus «tristes destinos»: «Vuestra majestad ha echado el trono por la ventana». El tataranieto, Juan Carlos, tuvo más respaldo que ningún otro Borbón en la historia. Franquistas reconvertidos y demócratas con pedigrí, comunistas y nacionalistas, derechas e izquierdas, sellaron un pacto constitucional que incluía, como piedra angular, la monarquía parlamentaria. Muchos republicanos, para justificar la cesión, se declararon «juancarlistas», que no monárquicos. Todo ese caudal de confianza lo derrochó el rey en cacerías de elefantes, camas de amantes, trasiego de maletines, cuentas suizas y paraísos fiscales.

Tatarabuela y tataranieto pusieron en grave peligro la monarquía y la dinastía. Y al rescate acudieron personalidades ilustres y fuerzas poderosas, significativamente con idéntica fórmula: abdiquen sus majestades y abran paso a sus primogénitos. Cánovas del Castillo arrancó la abdicación a Isabel II en beneficio del príncipe Alfonso y le impuso la prohibición de volver a pisar España. Podían regresar los Borbones del exilio, todos menos una, porque «vuestra majestad no es una persona, es un reinado, es una época histórica». A su tataranieto lo obligaron a abdicar —sobre quienes ejercieron esta vez de Cánovas es otra historia— para salvar la monarquía. Hubo que improvisar y aprobar aceleradamente una ley orgánica —brevísima, de artículo único— para formalizar la abdicación y proclamar al sucesor antes de que se reabriese el recurrente debate de monarquía o república. A esas alturas, la monarquía solo se sustentaba en dos firmes pilares: el PP y el PSOE. El primero, por su fe monárquica. El segundo porque, en palabras de Rubalcaba, anteponía el «consenso constitucional» a las «hondas raíces republicanas» del partido fundado por Pablo Iglesias.

Ni la tatarabuela ni el tataranieto aceptaron pasar a un discreto plano detrás de sus respectivos hijos, Alfonso XII y Felipe VI. La reina Isabel II se arrepintió de haber abdicado, amagó con retractarse y, después de terca insistencia, consiguió volver. A Santander, en vez de Sanxenxo. Deambuló por España durante un año, pero ni siquiera como visitante fue aceptada en el palacio real. El rey emérito —título otorgado, como a los soldados de Roma, por los servicios prestados— se transformó también en rey incómodo. No porque carezca de comodidad en su autoexilio dorado de Abu Dabi, sino porque incomoda a la Casa Real que preside su hijo. Un moscardón molesto y exhibicionista que sobrevoló el mar de Sanxenxo y todavía no comprende qué hizo mal: «Explicaciones ¿de qué?». Isabel II regresó definitivamente a París en 1877 y allí murió en 1904. Su tataranieto promete volver y seguir dando guerra. Monárquicos y republicanos constitucionalistas deberían buscarse un antídoto contra sus picaduras.