Marine ha conseguido el sueño de su padre: acabar con los partidos tradicionales y polarizar Francia más que nunca. Gane o no este domingo, el escenario para dentro de cinco años es inquietante
22 abr 2022 . Actualizado a las 23:31 h.La hija del viejo fascista ha logrado el sueño del patriarca. Demoler a los partidos de siempre, polarizar Francia y abrir un horizonte tormentoso. Marine Le Pen sigue encontrando referencias para distinguirse, para asegurar que no está tan escorada, que hay vida más allá. En el 2017 fue su padre, Jean-Marie Le Pen, ultraderechista muy anclado al pasado. Este señor es petainista, defensor del mariscal Philippe Pétain, el héroe en la Primera Guerra Mundial que en la segunda fue cabeza del régimen colaboracionista de Vichy. Llegó a decir que los campos de exterminio son un pequeño detalle de la Historia. «Yo no soy mi padre», era el lema silente de su hija en el 2017. Esta vez la ocasión de definirse mediante la negación se la brinda Éric Zemmour, el extremista emergente que intentó rentabilizar el gran movimiento antivacunas y que buscaba más el impacto del golpe que el colchón de la supuesta moderación. «Yo no soy Zemmour. Ni siquiera soy la Marine del 2017. Ya no quiero salir de la UE ni del euro». El tiempo, los otros y el maquillaje ayudan a difuminar las líneas rojas. Es lo que los politólogos franceses llaman la desdiabolización. Un proceso iniciado hace años multiplicando su presencia en radios y televisiones, pese a sus críticas constantes a los medios de comunicación tradicionales. Porque las redes son otra cosa. En Francia, al movimiento de extrema derecha que avanza en el mundo virtual se le denomina fachosfera. Fue la que lanzó noticias falsas sobre la vida privada de Macron en la anterior cita con las urnas. A la fachosfera le gustan más los dientes que la sonrisa, aunque esta sea puro teatro. Sus moradores se dejaron parte del corazón con Zemmour y no están entusiasmados con los tonos pastel de Le Pen. Muchos votarán a la aspirante con la pinza en la nariz. La duda es cuántos de los huérfanos de Jean-Luc Mélenchon, al otro lado, actuarán igual porque comparten pulsión antisistema. El profesor populista se ha negado a pedir el voto para Macron. Como hace cinco años. Piensa en las elecciones legislativas de junio. Su objetivo es ser primer ministro. Siempre él. Lui meme. El resto, menudencias. A los policías que acudieron a registrar la sede de su partido en el 2018 les gritó: «¡Yo soy la República!». Capaz de cargar contra «la represión de los electos catalanes» y afirmar en Twitter: «Francia es una e indivisible o ya no es una república».
Tiene también algo de rey republicano Emmanuel Macron. Tiene ese toque de condescendencia que parece exigir la grandeur. Los que se sienten olvidados por las élites no se lo perdonan. Y cada vez son más. El presidente es otro enarca. Porque hay quien dice que Francia es una enarquía y no una república. Gran parte de sus líderes políticos y económicos proceden de la Ecole National d'Administration (ENA). Alain Madelin, exministro conservador, dijo en 1997: «Irlanda tiene el IRA; España tiene a ETA; Italia, la mafia; y Francia, la ENA». El curriculum vitae de Macron es una mancha en tiempos de inflación y chalecos amarillos. Chirría en aquellos lugares en los que se vivía del carbón y se continúa necesitando el gasoil, las zonas de sombra de ese futuro verde y europeo, los lugares a los que no llega el metro, pero sí los ecos del bienestar de los hijos de la gauche caviar y de la derecha de toda la vida.
La cuestión no es solo si Francia clavará una daga en el corazón de Europa en el 2022. Es qué puede suceder dentro de cinco años, con los dos partidos tradicionales arrasados y sin Macron, que, por ley, no puede enlazar tres mandatos consecutivos. No sería descabellado pensar en un pulso final entre Mélenchon y Marion Maréchal Le Pen, siguiente en la saga, pero que apostó por Zemmour en la primera ronda. O no habría que descartar una batalla por el Elíseo entre otros dos representantes de los extremos. En el fondo, un triunfo para Marine.