También Colau iba a cambiar el mundo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

David Zorrakino | Europa Press

21 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

¡Qué pronto y cuánto ha envejecido aquella llamada nueva política que entró en escena hace nada con una insolencia que vista desde fuera ya entonces resultaba insoportable!

El grupo de aspirantes al poder que se juntó en torno a un líder, Iglesias, de muy dudosas credenciales democráticas —acérrimo partidario las dictaduras cubana y venezolana y protagonista durante años de un programa de televisión financiado por la teocracia iraní— tenía, con algunas excepciones, varias cosas en común: su juventud, la falta de experiencia profesional cuando no la directa ausencia de un trabajo remunerado, la convicción profunda de que España no era una verdadera democracia y la confianza ciega en que de su mano nuestro país se convertiría en lo más parecido a un laico paraíso terrenal.

Su desprecio no se extendía solo, en todo caso, a lo que denominaron, con éxito de público, la casta, sino también a los millones de españoles que la mantenían con sus votos, a los que consideraban unos pobres alienados, ignorantes de sus verdaderos intereses. Y es que de un lado estaban el PP y el PSOE y sus votantes (reunión de todos los males sin mezcla de bien alguno) y del otro el podemismo, los partidos nacionalistas (que no eran casta, aunque tuvieran más años que la pana, pues su odio a España los redimía del castismo) y la gente, es decir, los hartos del bipartidismo, del régimen del 78 y del Ibex 35.

Nuestros nuevos redentores (antes habíamos tenido otros, Franco el último), desconocían sin embargo una verdad universal, que Lincoln formuló con su claridad habitual: si quieres conocer el verdadero carácter de un hombre, dale poder.

Y dicho y hecho. De la nada, y en no pocas ocasiones desde la más absoluta miseria, aquellos jóvenes misioneros de la España de la gente (que Iglesias y compañía habían convertido en su nueva religión) llegaron al poder (importantes alcaldías, ministerios, consejerías autonómicas) y, ya en él, rodeados de las prebendas del cargo vimos de qué pasta estaban hechos: de la misma, claro, que todos los demás, pero con un cinismo que convertía sus faltas (las que la mala política lleva sufriendo y la buena combatiendo desde que existe) en ofensas a la inteligencia de todos los que antes habían sido insultados y menospreciados por unos supuestos superhombres y supermujeres pretendidamente ajenos a todas las tentaciones de este mundo. Ada Colau, quintaesencia misma del podemismo, es la última protagonista de una larga lista de incoherencias vergonzosas: imputada por prevaricación, fraude y malversación, ahora reivindica, ¡con razón!, su presunción de inocencia, la misma que antes le negaba, ¡sin razón!, a todos sus adversarios. De hecho, su transformismo es tal que se niega a dimitir según las reglas que los suyos fijaron desde fuera del poder, ahora que Colau se encuentra en él tan confortablemente instalada que pensar en dejarlo le da fiebre. La de volver a ser lo que era antes de llegar a la alcaldía: nada, para decirlo claro y pronto.