Camilo José Cela, 20 años más

Adolfo Sotelo Vázquez CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA Y DIRECTOR DE LA CÁTEDRA CAMILO JOSÉ CELA

OPINIÓN

LAVANDEIRA JR

18 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Ayer hizo veinte años que, de madrugada, en Madrid, falleció Camilo José Cela. Un día después era enterrado en el cementerio de Adina (Iria Flavia), al pie de un olivo centenario. El equipaje cultural y literario de Cela era impresionante: las letras españolas no han conseguido ningún otro Premio Nobel desde que este gallego universal lo obtuvo en 1989.

Poco antes de cumplir cincuenta años, Cela escribió a su viejo amigo y alcalde de Padrón, Ramón Pazos: «Acaricio desde hace años el viejo proyecto de reintegrarme, siquiera durante una breve temporada anual, al valle del Ullán que me vio nacer». El propósito se dilató y se configuró de otro modo —el que resiste, gana— y el 11 de junio de 1991 Cela asistía emocionado a la inauguración por los reyes de España de la Fundación Camilo José Cela en Iria Flavia: podía así devolver a la tierra gallega todo cuanto le dio. En ese señalado día pronunció unas palabras que deben preservarse de cualquier olvido, son memoria viva: «Ahí enfrente, en el cementerio de Adina, quedarán mis huesos, cuando le llegue su preciso tiempo; ahora que todavía soy dueño de ellos, ruego y solemnemente proclamo, poniendo a Dios por testigo, que no sean tocados ni trasladados jamás a lugar diferente alguno. Y por aquí y por ahí y volando sobre esta feraz y mansa y civil vega de Iria Flavia, entre mis dos ríos, el verde y hondo Ulla y el rumoroso y a las veces enloquecido Sar, quedará flotando mi alma de gallego errante».

El alma de Cela se muestra como material memoria en la rica y vital fundación pública galega, donde se custodia el legado del escritor (el tesoro de sus manuscritos, el océano de su epistolario), del activista cultural, del editor, del académico, del senador, de una personalidad gigantesca que forjó alrededor de sus querencias y sus apetencias lo que el teórico francés Pierre Bourdieu ha bautizado como «campo cultural», imprescindible para el conocimiento y la comprensión de la realidad histórica de España entre 1936 y finales del siglo pasado.