¡Arriba las manos! ¡Abajo las pruebas!

Roberto Blanco Valdés
roberto l. blanco valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

BENITO ORDOÑEZ

16 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Que la lucha contra cualquier forma de corrupción y de abuso sexual es parte del combate general por mejorar la sociedad en que vivimos constituye una evidencia tan palmaria que nadie mínimamente razonable se atrevería a discutirlo. El avance de la modernidad ha consistido, de hecho, en gran medida, en el arrinconamiento progresivo de la apropiación privada o la utilización en beneficio propio de bienes públicos (no otra cosa es la corrupción) y en el logro del absoluto respeto a la libertad sexual de las personas (de las mujeres sobre todo) para no ser sometidas de ningún modo a hacer, o soportar, lo que no quieren. En la consecución de esos objetivos se han dado grandes pasos, lo que no significa que no quede mucho por hacer, como puede verse a diario en los medios de comunicación. 

En todo caso, y según ha sucedido siempre en todas las grandes luchas por la justicia que la humanidad ha librado a lo largo de la historia, en la actual contra la corrupción y los abusos sexuales se están hoy produciendo atropellos que una corrección política convertida en dictadura impide denunciar con la claridad que se merecen.

Y es que en la actualidad, en todo Occidente, basta que alguien sea acusado de corrupción (lo que los adversarios políticos hacen entre sí con una frecuencia y frivolidad abrasadora) o de haberse comportado de cualquier modo inadecuado sexualmente (una frontera que cambia por momentos y que fijan oscuros poderes que nadie sabe dónde están, ni quién les ha otorgado su dominio) para que una persona sea hundida en una mazmorra social de desprestigio, que puede acabar en cuestión de minutos con biografías construidas con honestidad a lo largo de decenios.

No estoy diciendo, claro, que un gran político, un gran profesor o un gran artista no puedan ser unos corruptos o unos monstruos en la vida privada que solo conocen ellos y sus víctimas, pues hay ejemplos sobrados para desmentir tal suposición. Digo —y lo hago con plena conciencia del griterío que ello puede provocar entre los guardianes de la ortodoxia que hoy dominan en este campo minado— que en las acusaciones de corrupción o de cualquier tipo de abuso sexual desaparece de inmediato la presunción de inocencia que hizo del mundo un lugar mejor para vivir. Esas acusaciones —y hay ejemplos a diario— llevan inmediatamente aparejada la condena social que convierte al acusado en un paria, aunque no haya más pruebas contra él que la palabra del acusador.

Y por más que en el proceso penal, si llega a haberlo, se respetará, pues no podría ser de otro modo, el principio de que la carga de la prueba corresponde a quien acusa, socialmente las cosas ocurren al contrario: el acusado debe probar su inocencia, lo que resulta difícil o imposible cuando ha sido preventivamente desposeído de sus cargos, su trabajo y su buen nombre, lo que se traduce en una proclama de culpabilidad. Esto es la vuelta a la Edad Media y bien está que lo digamos con claridad todos los que con gran escándalo lo vemos a diario.