La donación de órganos es el gesto más genuino de la solidaridad humana. Nadie puede dar nada de más valor que la vida. «Sed tan felices como lo he sido yo», les dice Vera por boca de su padre a los cinco niños receptores de los órganos para sus respectivos trasplantes. Es difícil expresar mejor una acción de tanta generosidad. A Vera y a Cayetana les robaron su futuro en el accidente de un hinchable chapuza en Mislata (Valencia). Un dolor imborrable para unos padres que se preguntarán una y mil veces por qué les ha tocado a ellos y por qué ha tenido que suceder lo que sucedió. Las lágrimas que bañaron los rostros de Iván Pérez y su compañera por la pérdida de su hija seguro que se trasladan, pero en forma de alegría, a la de los padres de esos cinco pequeños con los riñones, el hígado, el corazón o los pulmones destrozados. Unas criaturas que apenas han tenido tiempo para tomarle sabor a la existencia. Ahora, una nueva luz brillará para ellos. Cuando uno se encuentra en una situación de postración porque una parte de su cuerpo se niega a carburar, siente que tiene los días contados. Las agujas del reloj corren en su contra y el mundo se le va haciendo cada día más pequeño. Ve como en la partida de cartas de este trajín humano le han tocado los peores naipes y ya la tiene perdida de antemano. Todos los ojos lo miran con lástima, pero eso no le resuelve nada. Ni siquiera vale dejarse llevar por las condescendencias. La única esperanza para hacer vida normal es poder recibir un órgano para un trasplante. Un regalo del azar caprichoso y, al mismo tiempo, un peso incalculable cada vez que piensas que para que tú sobrevivas tenga que fallecer otra persona. O como mucho, una donación en vida de alguien tan altruista dispuesto a compartir su cuerpo. Son deudas impagables y frente a ellas solo puedes poner como contrapartida aprovechar todos y cada uno de los momentos con los que te ha agasajado la suerte. No desperdiciar los minutos y los días que te han regalado cuando menos podías apostar por ti mismo. Y es impagable la labor de la ciencia y los médicos y los sanitarios, que van rescatando años para los que los tienen perdidos de antemano, haciendo posible que al que le arrancan el aliento deje que algo de sí mismo perviva más allá del último adiós. Es ponerle un escollo a la muerte. La ciencia ha avanzado tanto que cualquiera rebosante de salud puede necesitar un trasplante el día menos pensado. El círculo no está cerrado para nadie, pero gentes como los padres de Vera permiten pintar estrellas de esperanza y convertir el viejo polvo bíblico en auténtico oro de vida.