Tiempo de Navidad

OPINIÓN

23 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque los precedentes del cristianismo se remontan a los primeros libros de la Biblia, el gran relato de la salvación y la fundación de la Iglesia, que ya tiene 2021 años, se desarrolla en los 33 años que transcurren desde el nacimiento de Cristo hasta el drama del Calvario, que rompe con los modelos de culto basados en poderosos y caprichosos dioses, y en profetas de éxito terrenal, para darle todo el protagonismo a un Dios humanizado, que nace pobre y desvalido como un bebé, y muere en una cruz, como un fracasado sedicioso y el peor de los criminales.

Para Pedro y sus ayudantes, que nunca pasaron de la categoría posmoderna de gente, debió ser muy difícil gestionar los primeros pasos de la Iglesia predicando a un Dios fracasado de principio a fin, y demostrar que la virtud esencial de Dios no era el poder, sino la humildad y la palabra, y que toda la gloria del universo se había encarnado en un bebé sin pañales ni cuna, y en un facineroso al que los romanos llevaron al calvario para clavarlo en un madero.

Pero esa paradoja funcionó de forma asombrosa. Creó la más grandiosa organización religiosa del mundo, y logró que toda la historia de la humanidad gire en torno a la fecha de su nacimiento como si fuese el momento más trascendental de la civilización actual. Se trata, pues, de una historia increíble, en la que —por eso mismo— mucha gente no cree, pero que nadie ha conseguido desplazar del centro de nuestras vidas debido a la cosmovisión que creó y desarrolló al paso de los siglos.

Prendado de este imposible relato, tengo por costumbre escribir sobre él dos veces al año, una en Navidad y otra en Semana Santa. Y lo hago no solo porque me gusta y me sale del alma, sino porque tengo la sensación de que este acontecer de hace dos milenios no ha dejado de ser noticia. También saben que, para hablar de este misterio tan grande en un artículo tan pequeño, acostumbro a referirme a la interesante conexión que existe entre el anuncio de los ángeles sobre el portal de Belén —«Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a la gente de buena voluntad»—, y las palabras que escribió Kant, dieciocho siglos después, al comienzo de su Metafísica de las Costumbres, en la que asienta su célebre principio de que no hay nada en el mundo, ni nada se puede imaginar, que pueda ser considerado bueno —sin matices ni limitaciones— que «una buena voluntad». Y siempre me he quedado muy a gusto suponiendo que Kant, a veces, también copiaba.

Pero este año voy a cambiar la metafísica por la poesía, y, en vez de volver a Kant, pediré auxilio al inmenso poeta y teólogo que fue Luís de Góngora, quien, comparando el nacimiento y la muerte de Cristo como abnegados misterios, dijo que su grande y paradójico sacrificio no fue morir en la cruz, sino nacer en la cuadra de Belén. Algo que Góngora explicó así: «Porque hay distancia más inmensa / de Dios a hombre, que de hombre a muerto». Di con este poema hace solo unos meses, y he quedado maravillado y satisfecho de su sutil profundidad.